Juan Manuel Roca
Texto presentado y leído en la ceremonia de entrega
del Doctorado Honoris Causa,
por la Universidad Nacional de Colombia.
Bogotá, septiembre 25, 2014
Buenas tardes. Quiero manifestar mi gratitud hacia el
Consejo Superior Universitario de la Universidad Nacional de Colombia por esta
distinción en la que se habla, entre otras cosas, “de un reconocimiento a una
vida dedicada a la poesía”. Que una Universidad valore, más allá de que esto
recaiga en mí, el ámbito de la lírica, me resulta a todas luces alentador,
cuando en muchos espacios de la vida académica se minusvalida todo lo que no
sea pragmático o fácilmente comprobable. La
poesía, que según Saint John Perse, es “el pensamiento desinteresado” no suele
ser llamada con frecuencia al festejo académico ya que no pocas veces se ve
como una religión sin feligreses. Por lo menos,
estos reconocimientos escasean para mi escindida generación.
Mi generación ha
oído y recibido más nombres que una pila bautismal. Para seguir en el juego
nominal, que parece el de las muñecas rusas que tienen adentro otras que a su
vez contienen una más, he propuesto para ella el nombre de Poetas del inxilio,
en razón de que sus obras aparecen y se consolidan en los años de mayor
desplazamiento en Colombia.
El inxilio es una
suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, de familias
desplazadas a las que les han usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama
del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión
-paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal y paraestatal-, han sido
atrapados por el negocio de la guerra y por los políticos venales.
También la poesía
ha sido desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún,
de los grandes sellos editoriales. Así que inxiliada en su propia búsqueda,
esta generación sabe que el desplazamiento humano es el mayor drama colombiano
actual.
El inxilio quizá
tenga unos rasgos de enajenación y de expolio peor que el de quienes tienen que
exiliarse. Es la pérdida del país dentro del país mismo, tener que habitar en
la periferia como un único territorio posible, sentirse ciudadano de ninguna
parte, exiliado de sí mismo, pertenecer a un no-lugar.
Colombia es uno de
los países con más número de desarraigados en el mundo. En 2013 se señala la
cifra de 230 mil personas entre hombres, mujeres y niños obligados a abandonar
sus tierras. Mi generación ha asistido de manera dolorosa a ese inmenso
desalojo. Y no pocas veces lo registra en sus poemas. Naturalmente, el
desplazamiento que da nacimiento al inxilio colectivo no es privativo de estos
tiempos y podríamos remontarnos a la violencia de los años cincuenta, pero
nunca este drama ha sido más cruento que a partir de los años en los que esta
generación se ha venido expresando. No es un capricho. En aras de señalar un
período de nuestra historia, el nombre de Poetas del Inxilio podría ser una
forma sencilla de recordar nuestro drama
colectivo. Quizá sea cierto lo que afirma el más citado de los poetas
argentinos: “la realidad no es verbal”. Pero aún así, creo que hay que nombrar
a los desplazados internos una y otra vez, hasta que se acaben la guerra y el
desarraigo.
La poesía se mueve
en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos
hasta el punto de poder señalar que donde no hay poesía difícilmente hay arte,
desde la plástica y la cinematografía hasta la narrativa y la dramaturgia. Y es
que esta anómala forma del pensar que nunca ha debido escindirse de manera
radical de la filosofía, parece que más que escribirse, sucede.
He sido cauto a la
hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y a pedirle de manera
irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que es algo más que un género literario, que es
más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás,
me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber ser” programático a
nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable
de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no
pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor
científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la
poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma de violencia cultural,
de imposición. Creo, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable también
forma parte de la realidad del hombre”.
Aimé Césaire, un
poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o
humillados, se asumía como víctima pensando que somos parte los unos de los
otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad. Es poco probable que haya un pensamiento de
orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus
alegrías y desvelos. Lo mismo ocurre con la más alta poesía.
Pensar que hay
miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a
pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera,
alumbrando.
La sola imaginación
es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia
espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como
no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y hay ejemplos
de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de
vista su alto rigor estético, como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos,
Carl Sandburg, Osip Maldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs,
Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si
hago este breve listado, es solo porque generalmente y de manera maliciosa,
desde la orilla de los manieristas sólo se recuerda a los malos poetas
políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehúyen el asunto
de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida.
En cuanto al poder
transformador de la palabra, el mejor ejemplo lo encontré en una cárcel de
Chile, donde un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya
escuchado. Allí, en un lugar que parece
negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba de su
celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos
de San Juan de la Cruz.
A lo mejor podría
haber sido otro poeta el que leyera,
pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la realidad,
podrían haber sido los mismos. El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre
he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad
con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la
carrilera. Una condena al fracaso. El hombre enjaulado volaba encima de los
muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.
Y vuelvo al territorio
de la duda. En poesía una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira
mientras que una ficción bien lograda puede volverse para siempre verdadera,
como Hamlet, Sherezada o Moby Dick, y digna como ese personaje del coronel que
no tenía quien le escribiera y que no usaba sombrero para no tener que
quitárselo ante nadie, según la magnífica novela de García Márquez. No le basta
con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues al igual que la
filosofía su territorio de exploración natural está en la duda. La poesía se
pregunta cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de la realidad, en medio de
lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”, una aturdida comunidad dividida
entre la realidad y el deseo.
A cada rato, cuando
se habla de la utilidad de la poesía en un medio de naturaleza violenta como el
nuestro, se acude una y otra vez a una pregunta del romántico alemán: “¿para
qué la poesía en tiempos de penuria?” Creo que es mejor cambiar, invertir la
pregunta y decir ¿para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Como
simple adorno? ¿Como manierismo? ¿Como un mero esteticismo? De ser cierto que
la poesía no tiene sentido en tiempos de penuria nunca se habría escrito, pues
todos los tiempos del hombre han sido de penuria.
Un aparente escollo
para la poesía tiene que ver con la crisis de la palabra, en particular por su
constante manoseo. La palabra es la primera baja en una crisis social: para qué
el vocablo pan si no remplaza al pan, para que la palabra libertad si tantas
veces está en los labios de los carceleros. Sin embargo esto, antes de crearle
un desaliento obliga al poeta a buscar la palabra justa en el inmenso pajar del
lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el mal uso ha ido volviendo
huecas, calcáreas. Es paradójico, hasta la libertad en el poema resulta tantas
veces contradictoria por el hecho mismo de querer fijarla en palabras. Como es
paradójico que estando la poesía construida con vocablos aspire al
silencio.
La poesía, y tomo
acá su nombre de manera genérica para toda creación artística, como un
epicentro de todas las artes, parece recordarnos que resulta tan precaria, tan
irrisoria la llamada realidad (y
“realidad” es una palabra que al decir de Vladimir Nabokov siempre debería ir
entre comillas) que a cada momento tenemos que inventarla. Esto hace que la
poesía no sea tan lejana de la ciencia, no obstante sus búsquedas se den en
diferentes estadios del pensar, en diferentes gabinetes de la imaginación.
(Aldo Pellegrini, dixit).
Lo que hace más
rica y diversa a la poesía escrita es que las verdades estéticas que se agolpan
en la interpretación de la lírica nunca han podido, a pesar de credos y de
manifiestos cerrados, del aluvión interpretativo, imponer un sentido único a la
expresión creadora. Que no tenga nunca el rango de fórmula matemática, sino que
el sentido de lo impersonal y de lo abierto la visiten, hace que la poesía resida
más allá del poema, aún en los linderos del lenguaje, en los bordes de la
palabra que se calla.
Previene René
Menard sobre “dos clases de poetas sin porvenir: los que protestan por el
Paraíso Perdido y los que prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean
sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos seducen hasta el
momento en que demuestran su espíritu de tiranía”. Habla el mismo Menard de
“los poetas ideólogos” para quienes “el fanatismo o la esterilidad son su
refugio”. La poesía es algo más que un catálogo de ideas. Los francotiradores
del inmediatismo político veían mal a Rubén Darío porque cruzaba en medio de
gallineros en Managua pero los imaginaba cisnes, veía indígenas chorotegas sin
dientes pero creía que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual
también condenarían a cualquier caballero de triste figura capaz de trocar,
como todo gran poeta, molinos en gigantes, mujeres de espléndida fealdad en
arquetipos de belleza. “La verdadera poesía no consuela de nada”, decía René
Menard.
Aunque el poeta
sabe que, más temprano que tarde, será como todos los hombres victimizado por
la realidad, le opone la palabra al nombrarla, tiene clara conciencia de que
pastorear lo real, domesticar lo real para sumergirse en zonas de significado
mitológico, es una función devoradora. Ese “cambiar la vida”, la vieja divisa
de Rimbaud, cada vez parece asistirlo menos. Pero es su aspiración el encuentro
con la esencia, la búsqueda de una ética ligada a la belleza superior lo que lo
pone en contacto con la eterna fugacidad, con lo que huye llevando en sí
jirones de otras realidades más complejas. Realidades que, al cambio feroz de
los días y aún de los milenios, exigen particularmente unos nuevos tratos con
el lenguaje.
La poesía se
parece, en su calidad invasora, a la araña que sube por la escoba que la barre:
pone un contrapunto a la razón. Y es en esa satanización de lo poético en aras
de la realidad que pregonan los tiempos y que pregonan las sociedades
hipnotizadas por el miedo a pensar, donde -de nuevo la araña trepa a la escoba-
le queda a la poesía su antigua y renovada condición de resistencia. De ese centro
brota el hombre negado a la clonación o al autismo. Es ahí, en el reino
paradojal, donde la poesía expulsada de la República de Platón, que en nuestro
caso podría ser la República de Plutón, tiene un reino de individuos insumisos.
Ser poeta en un
país salvaje es elegir una larga cuarentena, guardar como un talismán la
palabra más breve y, por momentos, la más bella. Esa que en Colombia parece
olvidada, la rotunda voz que casi nadie dice, que casi nadie oye, las dos
letras que conforman la palabra no.
Nunca antes la
poesía y el poeta -y no hablo desde la ideología- tiene mayores estímulos para
diferenciarse del país que no desea suyo. No es un deber ser, no es algo
programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al crimen, no
tanto por sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos
de la muerte espiritual y del gregarismo tribal frente a la nada.
Libertad y poesía
son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden
separar para que tengan vidas escindidas. A no ser que al enunciarse se trate
de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de carceleros y
liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra.
Esas dos palabras,
esos dos conceptos por los cuales han corrido verdaderos mares de tinta, me
parece que han sido muy bien definidos por una dupla de escritores de talantes
afines y de percepciones cercanas al anarquismo. Albert Camus, que decía que la
libertad es el derecho a no mentir, y Henri David Thoreau, quien afirmaba que la
poesía es la salud del lenguaje.
Lo contrario, la
servidumbre intelectual del poeta y la docilidad del ciudadano, no es otra cosa
que la práctica de una voraz autofagia, una forma de devorarse a sí mismo. Es
la muerte del que disiente, el destierro del outsider, el exilio del fuera de
lugar o del perpetuo insatisfecho. En realidad, más que en un exilio, el
outsider vive ahora su periferia, el
convertirse en extranjero en su propia tierra, muchas veces hasta el extremo de
verse arrinconado en los límites del lenguaje. Todo por saber que la poesía
puede llegar a convertirse en un territorio autónomo, algo así como la banda
sonora de la desobediencia. Por supuesto que ejercer ese derecho a no mentir es
castigado de una y mil maneras por bedeles y comisarios.
La idea orwelliana
de que “si la libertad significa algo es el derecho a decir a los demás lo que
no quieren oir”, en sociedades ensimismadas por el unanimismo conduce hasta al extremo de poner
en riesgo la vida del ejercitante. Del que se atreve a decir, a pesar de todo,
lo indecible.
Cuando John Donne
afirma que nadie puede dormir en la carreta que lo conduce de la cárcel al
patíbulo, podría estar hablando también del poeta. El poeta es el que canta en
medio de las encrucijadas, el insomne frente al destino colectivo que no
obstante hace del sueño su irremplazable alimento. A lo largo de mi vida de
escribano no he intentado otra cosa que ejercer la libertad y con ella la
independencia. Libertad de culto, de ideología, de fortuna, de banderas y
esteticismos. La libertad de ejercer la imaginación sin pagar aduanas, sin el
soberano permiso de nadie.
Soy de la idea de
que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la
espesa nata de la uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y
no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un mundo sin matices, el
hastío, el miedo y la miseria, ese trípode en el que se monta la visión del
mundo actual, no extenderá del todo su aire espeso, el agujero negro de la
satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los tartufos.
Creo en los poetas
de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista,
en los que tienen al mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado
de calles, de retículas y trazados por los que transitan los hombres.
Que la poesía es
una religión sin feligreses se nos repite a cada tanto en los medios y en los
bufetes, invocando la inutilidad y llamando al desaliento, y tras manifestarlo
corren a reunirse y a hablar en el esperanto de la tontería y los lugares
comunes, en una religión cuyo único dios tiránico es el embotamiento de los
sentidos, la pérdida irreparable del sentido de la individualidad creativa y la
aventura.
Quisiera repetir
con René Char que “en todas nuestras comidas en común invitamos a la libertad a
sentarse”. Y agregar en consenso con el poeta
que “el lugar permanece vacío pero el cubierto está puesto”. A esto conduce
la mejor poesía.