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Revista Isla Negra
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27 de Septiembre, 2014 · General

Elogio de la poesía

Juan Manuel Roca

Texto presentado y leído en la ceremonia de entrega del Doctorado Honoris Causa,

por la Universidad Nacional de Colombia.

Bogotá, septiembre 25, 2014

 

Buenas tardes. Quiero manifestar mi gratitud hacia el Consejo Superior Universitario de la Universidad Nacional de Colombia por esta distinción en la que se habla, entre otras cosas, “de un reconocimiento a una vida dedicada a la poesía”. Que una Universidad valore, más allá de que esto recaiga en mí, el ámbito de la lírica, me resulta a todas luces alentador, cuando en muchos espacios de la vida académica se minusvalida todo lo que no sea pragmático o fácilmente comprobable. La poesía, que según Saint John Perse, es “el pensamiento desinteresado” no suele ser llamada con frecuencia al festejo académico ya que no pocas veces se ve como una religión sin feligreses. Por lo menos,  estos reconocimientos escasean para mi escindida generación.

Mi generación ha oído y recibido más nombres que una pila bautismal. Para seguir en el juego nominal, que parece el de las muñecas rusas que tienen adentro otras que a su vez contienen una más, he propuesto para ella el nombre de Poetas del inxilio, en razón de que sus obras aparecen y se consolidan en los años de mayor desplazamiento en Colombia.

El inxilio es una suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, de familias desplazadas a las que les han usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión -paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal y paraestatal-, han sido atrapados por el negocio de la guerra y por los políticos venales.

También la poesía ha sido desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún, de los grandes sellos editoriales. Así que inxiliada en su propia búsqueda, esta generación sabe que el desplazamiento humano es el mayor drama colombiano actual.

El inxilio quizá tenga unos rasgos de enajenación y de expolio peor que el de quienes tienen que exiliarse. Es la pérdida del país dentro del país mismo, tener que habitar en la periferia como un único territorio posible, sentirse ciudadano de ninguna parte, exiliado de sí mismo, pertenecer a un no-lugar.

Colombia es uno de los países con más número de desarraigados en el mundo. En 2013 se señala la cifra de 230 mil personas entre hombres, mujeres y niños obligados a abandonar sus tierras. Mi generación ha asistido de manera dolorosa a ese inmenso desalojo. Y no pocas veces lo registra en sus poemas. Naturalmente, el desplazamiento que da nacimiento al inxilio colectivo no es privativo de estos tiempos y podríamos remontarnos a la violencia de los años cincuenta, pero nunca este drama ha sido más cruento que a partir de los años en los que esta generación se ha venido expresando. No es un capricho. En aras de señalar un período de nuestra historia, el nombre de Poetas del Inxilio podría ser una forma sencilla de recordar  nuestro drama colectivo. Quizá sea cierto lo que afirma el más citado de los poetas argentinos: “la realidad no es verbal”. Pero aún así, creo que hay que nombrar a los desplazados internos una y otra vez, hasta que se acaben la guerra y el desarraigo.                                               

La poesía se mueve en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos hasta el punto de poder señalar que donde no hay poesía difícilmente hay arte, desde la plástica y la cinematografía hasta la narrativa y la dramaturgia. Y es que esta anómala forma del pensar que nunca ha debido escindirse de manera radical de la filosofía, parece que más que escribirse, sucede.

He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y a pedirle de manera irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que  es algo más que un género literario, que es más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma de violencia cultural, de imposición. Creo, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable también forma parte de la realidad del hombre”.

Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad.  Es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus alegrías y desvelos. Lo mismo ocurre con la más alta poesía.

Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando.

La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su alto rigor estético, como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos, Carl Sandburg, Osip Maldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado, es solo porque generalmente y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas sólo se recuerda a los malos poetas políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehúyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida.

En cuanto al poder transformador de la palabra, el mejor ejemplo lo encontré en una cárcel de Chile, donde un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado.  Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos de San Juan de la Cruz.

A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera,  pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la realidad, podrían haber sido los mismos. El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera. Una condena al fracaso. El hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.

Y vuelvo al territorio de la duda. En poesía una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira mientras que una ficción bien lograda puede volverse para siempre verdadera, como Hamlet, Sherezada o Moby Dick, y digna como ese personaje del coronel que no tenía quien le escribiera y que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie, según la magnífica novela de García Márquez. No le basta con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues al igual que la filosofía su territorio de exploración natural está en la duda. La poesía se pregunta cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de la realidad, en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”, una aturdida comunidad dividida entre la realidad y el deseo.

A cada rato, cuando se habla de la utilidad de la poesía en un medio de naturaleza violenta como el nuestro, se acude una y otra vez a una pregunta del romántico alemán: “¿para qué la poesía en tiempos de penuria?” Creo que es mejor cambiar, invertir la pregunta y decir ¿para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Como simple adorno? ¿Como manierismo? ¿Como un mero esteticismo? De ser cierto que la poesía no tiene sentido en tiempos de penuria nunca se habría escrito, pues todos los tiempos del hombre han sido de penuria.

Un aparente escollo para la poesía tiene que ver con la crisis de la palabra, en particular por su constante manoseo. La palabra es la primera baja en una crisis social: para qué el vocablo pan si no remplaza al pan, para que la palabra libertad si tantas veces está en los labios de los carceleros. Sin embargo esto, antes de crearle un desaliento obliga al poeta a buscar la palabra justa en el inmenso pajar del lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el mal uso ha ido volviendo huecas, calcáreas. Es paradójico, hasta la libertad en el poema resulta tantas veces contradictoria por el hecho mismo de querer fijarla en palabras. Como es paradójico que estando la poesía construida con vocablos aspire al silencio.                                                                

La poesía, y tomo acá su nombre de manera genérica para toda creación artística, como un epicentro de todas las artes, parece recordarnos que resulta tan precaria, tan irrisoria la llamada realidad  (y “realidad” es una palabra que al decir de Vladimir Nabokov siempre debería ir entre comillas) que a cada momento tenemos que inventarla. Esto hace que la poesía no sea tan lejana de la ciencia, no obstante sus búsquedas se den en diferentes estadios del pensar, en diferentes gabinetes de la imaginación. (Aldo Pellegrini, dixit).                                                                         

Lo que hace más rica y diversa a la poesía escrita es que las verdades estéticas que se agolpan en la interpretación de la lírica nunca han podido, a pesar de credos y de manifiestos cerrados, del aluvión interpretativo, imponer un sentido único a la expresión creadora. Que no tenga nunca el rango de fórmula matemática, sino que el sentido de lo impersonal y de lo abierto la visiten, hace que la poesía resida más allá del poema, aún en los linderos del lenguaje, en los bordes de la palabra que se calla.                       

Previene René Menard sobre “dos clases de poetas sin porvenir: los que protestan por el Paraíso Perdido y los que prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos seducen hasta el momento en que demuestran su espíritu de tiranía”. Habla el mismo Menard de “los poetas ideólogos” para quienes “el fanatismo o la esterilidad son su refugio”. La poesía es algo más que un catálogo de ideas. Los francotiradores del inmediatismo político veían mal a Rubén Darío porque cruzaba en medio de gallineros en Managua pero los imaginaba cisnes, veía indígenas chorotegas sin dientes pero creía que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual también condenarían a cualquier caballero de triste figura capaz de trocar, como todo gran poeta, molinos en gigantes, mujeres de espléndida fealdad en arquetipos de belleza. “La verdadera poesía no consuela de nada”, decía René Menard.                                                                                                                                                                                                                                                                               

Aunque el poeta sabe que, más temprano que tarde, será como todos los hombres victimizado por la realidad, le opone la palabra al nombrarla, tiene clara conciencia de que pastorear lo real, domesticar lo real para sumergirse en zonas de significado mitológico, es una función devoradora. Ese “cambiar la vida”, la vieja divisa de Rimbaud, cada vez parece asistirlo menos. Pero es su aspiración el encuentro con la esencia, la búsqueda de una ética ligada a la belleza superior lo que lo pone en contacto con la eterna fugacidad, con lo que huye llevando en sí jirones de otras realidades más complejas. Realidades que, al cambio feroz de los días y aún de los milenios, exigen particularmente unos nuevos tratos con el lenguaje.                                                                                            

La poesía se parece, en su calidad invasora, a la araña que sube por la escoba que la barre: pone un contrapunto a la razón. Y es en esa satanización de lo poético en aras de la realidad que pregonan los tiempos y que pregonan las sociedades hipnotizadas por el miedo a pensar, donde -de nuevo la araña trepa a la escoba- le queda a la poesía su antigua y renovada condición de resistencia. De ese centro brota el hombre negado a la clonación o al autismo. Es ahí, en el reino paradojal, donde la poesía expulsada de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República de Plutón, tiene un reino de individuos insumisos.                                                                                                                                                                                                

Ser poeta en un país salvaje es elegir una larga cuarentena, guardar como un talismán la palabra más breve y, por momentos, la más bella. Esa que en Colombia parece olvidada, la rotunda voz que casi nadie dice, que casi nadie oye, las dos letras que conforman la palabra no.

Nunca antes la poesía y el poeta -y no hablo desde la ideología- tiene mayores estímulos para diferenciarse del país que no desea suyo. No es un deber ser, no es algo programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al crimen, no tanto por sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos de la muerte espiritual y del gregarismo tribal frente a la nada.                                             

Libertad y poesía son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden separar para que tengan vidas escindidas. A no ser que al enunciarse se trate de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de carceleros y liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra.

Esas dos palabras, esos dos conceptos por los cuales han corrido verdaderos mares de tinta, me parece que han sido muy bien definidos por una dupla de escritores de talantes afines y de percepciones cercanas al anarquismo. Albert Camus, que decía que la libertad es el derecho a no mentir, y Henri David Thoreau, quien afirmaba que la poesía es la salud del lenguaje.

Lo contrario, la servidumbre intelectual del poeta y la docilidad del ciudadano, no es otra cosa que la práctica de una voraz autofagia, una forma de devorarse a sí mismo. Es la muerte del que disiente, el destierro del outsider, el exilio del fuera de lugar o del perpetuo insatisfecho. En realidad, más que en un exilio, el outsider vive ahora su  periferia, el convertirse en extranjero en su propia tierra, muchas veces hasta el extremo de verse arrinconado en los límites del lenguaje. Todo por saber que la poesía puede llegar a convertirse en un territorio autónomo, algo así como la banda sonora de la desobediencia. Por supuesto que ejercer ese derecho a no mentir es castigado de una y mil maneras por bedeles y comisarios.

La idea orwelliana de que “si la libertad significa algo es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oir”, en sociedades ensimismadas por el  unanimismo conduce hasta al extremo de poner en riesgo la vida del ejercitante. Del que se atreve a decir, a pesar de todo, lo indecible.

Cuando John Donne afirma que nadie puede dormir en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, podría estar hablando también del poeta. El poeta es el que canta en medio de las encrucijadas, el insomne frente al destino colectivo que no obstante hace del sueño su irremplazable alimento. A lo largo de mi vida de escribano no he intentado otra cosa que ejercer la libertad y con ella la independencia. Libertad de culto, de ideología, de fortuna, de banderas y esteticismos. La libertad de ejercer la imaginación sin pagar aduanas, sin el soberano permiso de nadie.

Soy de la idea de que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la espesa nata de la uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un mundo sin matices, el hastío, el miedo y la miseria, ese trípode en el que se monta la visión del mundo actual, no extenderá del todo su aire espeso, el agujero negro de la satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los tartufos.

Creo en los poetas de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista, en los que tienen al mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado de calles, de retículas y trazados por los que transitan los hombres.

Que la poesía es una religión sin feligreses se nos repite a cada tanto en los medios y en los bufetes, invocando la inutilidad y llamando al desaliento, y tras manifestarlo corren a reunirse y a hablar en el esperanto de la tontería y los lugares comunes, en una religión cuyo único dios tiránico es el embotamiento de los sentidos, la pérdida irreparable del sentido de la individualidad creativa y la aventura.

Quisiera repetir con René Char que “en todas nuestras comidas en común invitamos a la libertad a sentarse”. Y agregar en consenso con el poeta  que “el lugar permanece vacío pero el cubierto está puesto”. A esto conduce la mejor poesía.



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11 de Julio, 2014 · General

Diana Espinal, su poemario con prólogo de Manuel Verdecia


"Reiteración de cornisas", cuarto Poemario de Diana Annabell Espinal Meza,escritora hondureña radicada en Ciudad Juárez, México, está a punto de aparecer en aquella ciudad. Uno de los prólogos – que publicamos aquí- lleva la firma del escritor cubano Manuel Verdecia:

 

LAS ALTAS CORNISAS DE LA SENSIBILIDAD

 

Hay una raza de poetisas que tienen el inexplicable don de convertir en acto de alto voltaje estético las más complejas y hasta desusadas realidades de su intimidad. Aquí podríamos citar nombres como Emily Dickinsosn, Sylvia Plath, Anne Sexton, Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik, por mencionar algunos. Es a este linaje que corresponde la obra poética ya en consolidación de la escritora hondureño-mexicana Diana Espinal. Desde la primera vez que oí sus textos en el encuentro de poesía de Veracruz algo en su manera me atrajo y me conquistó como lector. Había un modo personal de decir, una sinceridad escalofriante en lo que expresaba y una penetración poco común en sus temas que la singularizaban. Ahora con este nuevo cuaderno que me confía para presentarlo a los lectores corroboro las intuiciones de entonces. Estamos ante una poetisa de raíz firme y mudo expresivo distintivo.

Ha pasado el tiempo. La autora ha atravesado procelosos percances, tanto en lo personal como en su entorno. Ha cambiado su estatus afectivo, ha enfrentado dificultades para asentarse y hacer vida nueva, pero, sobre todo, ha visto su país ser golpeado por un cruento golpe que ha instaurado la violencia y el pisoteo de muchos derechos, con su secuela de angustias, dolor y desasosiego. Por supuesto que todo esto se convierte en humus dolorosamente nutricio para su obra. Diana ha conseguido establecer una difícil correlación entre lo que se mueve por sus entrañas y lo que sacude al espacio donde sus ojos y manos tientan la luz. Es esta imbricación entre lo personal y lo supraindividual una de las cualidades inobjetables de Reincidente en cornisas.

Este es un cuaderno de un amplio espectro de temas que se asumen con una fuerte dosis de acento testimonial. Aquí está la pena de la mujer maltratada (toda una galería de Dolores, Helenas, Guadalupes que nombran a las sin nombre), ninguneada en el polvo del tiempo, pero también acribillada en sitios donde el espanto es pan cotidiano, como Ciudad Juárez, también se asoma un país donde las botas y los fusiles se aprestaron para desangrar el derecho y la  armonía, pero también está la mujer que siente y sabe que un mundo nace cuando dos se empalman. La voz que aquí clama no lo hace desde el desierto sino desde la más caliente, encontradiza pero perseverante vida.

La poetisa no es un mero ente contemplativo sino que es alguien que ha sufrido en nervio y sangre los embates de estos días donde el amor cercano y el afecto mayor del país la han puesto a pruebas. Todo esto se hace con un singular universo de metáforas inusuales, un gusto por las personificaciones como si todo el mundo se constituyera en una enorme colmena de seres sintientes. Una y otra vez verificamos la presencia de lo vencido, lo derrotado por ciertas contingencias así como lo que se inicia con esfuerzo. A pesar de eso comprobamos que el ánimo de la voz lírica es de enfrentamiento más que de aceptación, de reto más que de sometimiento.

La poesía de Diana catalogaría en una suerte de neosurrealismo de poderosos signos tropológicos. Aquí la voluntad de desnudar y presentar un mundo ilógico, terrible casi enemigo del ser, obliga a la autora a presionar el idioma, las mismas palabras cotidianas, para en inusuales conjunciones, sacarles nuevos deslumbres y alcanzar mayor fuerza expresiva:

Esa mujer extraviada

tenía por ojos piedras pómez

por boca andamios

por nariz barriletes

Esa mujer extraviada

está cauterizada de lunas

y

Aunque llore cazuelas y sople persianas

Ella es ella

y

tiene hipo de pez puerto y espada

Los objetos, los elementos de la naturaleza son lo que son y también lo que la poetisa quiere que sean. Reviven metamorfoseados gracias a su voluntad de asociación expresa. Todo para aumentar la fuerza de significados que transmite. El lector debe entrar en su juego, aceptarlo y no buscar los significados al uso sino dejarse llevar por la riada de su peculiar modo de decir, donde al dolor de eventos penosos se junta el goce de su transformación en palabras redentoras que estallan como cohetes de luz. La poeta vence porque impone la magia de su palabra a la tétrica visión de un mundo nihilista y cínico:

Como el óxido al olvido

Perdimos memoria y ganamos mortaja

Perdimos luz y ganamos estiércol

Perdimos balance y ganamos espanto.

Sin embargo en medio de tantas pérdidas y derrotas está la victoria cierta de una mujer segura de su convicción y del manejo de su palabra por donde rehace y redime el mundo.

Y hay que decirlo esta es poesía sufrida, digerida y sudada por una mujer. O se trata de una simple postura feminista, de esas de consigna y pose. Es la energía ventral de un ser que enaltece y dignifica un género que ha sido expoliado y ninguneado y que ella, en su disfrute y potenciación de lo que es no solo exalta sino que resucita para arrechar su incógnita pujanza movedora de mundos. De aquí que el eros se alce como un exorcismo donde se libera el cuerpo y la fe:

Tengo los pies fríos

y

el anfiteatro de mis latidos

golpea los girasoles que tengo en el ombligo

alguien deletrea mi nombre

y germinan semillas

Es ese germinar el que queda tras la ardua pero inquietante lectura. Reincidente en cornisas es un libro hermoso en su pesadilla, enternecedor en su dolor, tremendamente atractivo en su pedrería metafórica. Un poemario que trasciende el tiempo del horror para desbrozar el del amor, la aceptación y la belleza.

 

Manuel García Verdecia, en Holguín, a 26 de junio de 2014.

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24 de Febrero, 2014 · General

Manuel Ruano: sus respuestas y poemas


Entrevista en tramos-e, realizada por Rolando Revagliatti

 

 

Manuel Ruano nació el 15 de enero de 1943 en el barrio Saavedra, de Buenos Aires (ciudad en la que reside), Argentina. Habiendo realizado estudios sobre literatura española, se especializó en Siglo de Oro Español. Es profesor honorario en la Universidad Nacional de San Marcos y en la Universidad Nacional San Martín de Porres, de Lima, Perú, donde en 1992 fundó la revista de poesía latinoamericana “Quevedo”, la cual dirigió hasta 1997. Entre 1969 y 2007 fueron publicados en su país, así como en Venezuela, Ecuador, México y Perú, sus poemarios “Los gestos interiores” (Primer Gran Premio Internacional de Poesía de Habla Hispana “Tomás Stegagnini”), “Según las reglas”, “Son esas piedras vivientes” (Edición Premio Nacional de Poesía de la Asociación de Escritores de Venezuela, Caracas, 1982), “Yo creía en el Adivinador orfebre”, “Mirada de Brueghel” (Fondo de Cultura Económica, México, 1990), “Hipnos”, “Los cantos del gran ensalmador” (Monte Ávila Editores, Caracas, 2005), “Concertina de los rústicos y los esplendorosos”. En 2010 da a conocer su libro de cuentos “No son ángeles del amanecer”. Y en Caracas el volumen “Lautréamont y otros ensayos”, donde también se editó el CD “Manuel Ruano en su tinta” (poemas). En su condición de antólogo, citamos “Poesía nueva latinoamericana” (1981), “Y la espiga será por fin espiga” (1987), “Cantos australes” (1995), “Poesía amorosa de América Latina” (1995), “Crónicas de poeta” (sobre artículos de César Vallejo, 1996), “Obra poética de Olga Orozco” (con estudio preliminar, 2000), “Cartas del destierro y otras orfandades” (correspondencia de César Vallejo, 2006), “Olga Orozco – Territorios de fuego para una poética” (Sevilla, España, 2010), “Vivir en el poema – Homenaje a Carlos Germán Belli” (Sevilla, España, 2013). Ha sido investigador y redactor del “Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina” (1995). Acerca de su poesía se han difundido estudios de Miguel Fajardo, Ricardo González Vigil, Eduardo Chirinos, Alberto Baeza Flores, etc. Y éstos son los títulos de algunas antologías que han incluido poemas suyos: “Antología de escritores argentinos” (Madrid, 1967), “Poesía política y combativa argentina” (Madrid, 1978), “Antología de la poesía argentina” de Raúl Gustavo Aguirre (tres tomos, Ediciones Fausto, Buenos Aires, 1979), “Al sur” de Satoko Tamura (Tokio, Japón, 1987), “El verbo descerrajado” (homenaje a los presos políticos de Chile, 2005). Manejó, por ejemplo, http://liroforodelmardulce.blogspot.com.ar (2010) y http://manuelruano.blogspot.es (ya desactivado). Y ahora, http://interraignota-manuel.blogspot.com.ar , donde además de poemas y artículos de su autoría, interesantísimos videos, una entrevista a él realizada, se hallan textos de Romilio Ribero, María Granata, Horacio Armani, Rafael Alberti, Antonio Cisneros, Gutierre de Cetina (Sevilla, 1520 – México, 1557), Emily Elizabeth Dickinson, Fernando Pessoa, Ricardo E. Molinari, Vicente Martín Soler (España, 1754-1806), Juan del Valle Caviedes (España, 1652 – Perú, 1698), Wilfred Owen, Gayo Valerio Catulo (hacia 87 a. C. – hacia 54 a. C.), Dante Alighieri, Edith Sitwell, Malcolm Lowry, Robinson Jeffers, John Keats…

 

 

           1 – Fuiste integrante del equipo de una de nuestras insoslayables revistas literarias del siglo XX: “El Escarabajo de Oro” (la cual yo adquiría cada vez que asomaba en los kioscos). Sería oportuno para lectores argentinos que no la han conocido, o que la conocen “de oídas”, y para tantísimos extranjeros, que nos ilustres respecto de ella: fundadores, otros integrantes, características gráficas, propósitos, autores publicados, reuniones de los hacedores, circulación, secciones fijas, sesgo ideológico, lapso durante el cual existió… Y que nos ilustres respecto de vos en aquel entonces, con compañeros, algunos, ahora con una obra notable.

 

           MR: Fueron varios los “vasos comunicantes” que me unieron a la revista “El Escarabajo de Oro”: el surrealismo, la independencia en el arte, la crítica estética y social, y sobre todo la filosofía. Por esos días yo tenía hecha una lectura de Sartre, como modelo intelectual que iluminaba la mentalidad del momento con libros como “La náusea” , “Los caminos de la libertad” o, su definitivo “Las Palabras”, que era como una biblia por aquellas jornadas nocturnas de los escarabajos, como le gustaba decir a Sábato… Aunque antes de entrar en “El Escarabajo de Oro”, ya había transitado otros núcleos intelectuales de escritores de las más diversas procedencias. En 1962, había obtenido un premio de ensayo que fue una sorpresa para mí, porque un profesor de literatura del Colegio Nacional nocturno “Domingo Faustino Sarmiento”, presentó un trabajo mío, sin que yo lo supiera, obteniendo un primer premio de ensayo. Eso me estimuló mucho, y nunca dejé de agradecer ese gesto a ese profesor de literatura. Ya en 1964, cuando hice el servicio militar en el Centro Instrucción de Artillería de Córdoba, tuve un camarada (soldado como yo, que fue después amigo entrañable hasta su muerte, me refiero a Eduardo Goncalvez), que me puso en contacto con la filosofía de Albert Camus. Sus libros “El mito de Sísifo” y “El hombre rebelde”, me acompañaron de ahí en adelante. Pero mi principal interés era, por aquellos días, la poesía. De ahí que me carteara con el poeta Víctor García Robles, que fue, sin lugar a dudas, el que me animó a integrar el grupo cuando gané el Primer Premio de Poesía de la revista “Microcrítica”, dirigida en ese entonces por la señora Eve Bonasso. Ese galardón literario hizo que también me nombrara secretario de redacción de esa publicación. Tal es así, que el director de “El Escarabajo de Oro”, Abelardo Castillo, publicara el poema premiado en el número 33 de marzo de 1967, con estas palabras: “Manuel Ruano, poeta. No publicó libro. Anda por los 23 años. Es nuestra última adquisición: vino premiado. Los versos transcriptos lograron, por unanimidad, entre más de 600 poemas, el Primer Premio de la revista “Microcrítica”. Julio Imbert, Antonio Requeni e Irma M. Cavallini, fueron el jurado. Ruano pertenece a partir de este número, a la sección poesía de nuestra revista”. Y así fue, aunque se me viniera encima un alud de libros para ser comentados. Yo, como es de suponer, no perdía noche en el Bar Tortoni y hasta amanecía en su bohemia. Las charlas de literatos y del talento que solían acompañarnos en aquellas jornadas eran invaluables. “El Escarabajo de Oro” tenía colaboradores y reseñadores de inapreciable valor internacional: Julio Cortázar, Beatriz Guido, Marta Lynch, Pedro Orgambide, Augusto Roa Bastos, Nicanor Parra, Fernando Quiñones, Juan Goytisolo, Carlos Fuentes, Miguel Oviedo, Adriano González León, Félix Grande... Allí conocí, también, al poeta dominicano Manuel del Cabral. Siempre seguí con verdadero fervor la trayectoria de aquellos muchachos formidables de la revista. Abelardo Castillo, por la fibra de sus cuestionamientos, deslumbraba a la hora de hacerlos y, además, por el carácter invalorable de su magnífica obra narrativa. Fue el poeta Víctor García Robles, quien me dijo: “Si vas a ser poeta, tenés que tirarte al vacío sin saber qué vas a encontrar abajo”. Esto me abrió los ojos hasta el día de hoy… En palabras de Abelardo, que era nuestro pope mayor y su creador, podría decirse: “ Creo que en el Tortoni empezamos alrededor de 1960 y estuvimos hasta el 74, durante toda la etapa del “El Escarabajo de Oro”.  Fueron unos15 años… Desde entonces, los encuentros pasaron a realizarse en mi casa.” La subdirección estuvo a cargo de Liliana Heker; la secretaría de redacción la llevó Vicente Battista; la sección poesía estaba a cargo de Víctor García Robles y, más tarde, la asumí yo transitoriamente. El consejo de redacción tenía entre sus integrantes a Alberto Lagunas, Oscar Barros, Luis De Paola, Bernardo Jobson, Jorge Vázquez Santamaría, Ricardo Maneiro…

 

 

 

           2 – Me cuesta imaginar a otros argentinos contemporáneos –aunque, por supuesto, los hay- que pudieran haber adquirido una formación tan robusta como la tuya en Siglo de Oro Español. ¿Qué desfiladeros transitaste para adquirirla (además de haber leído a troche y moche a personalidades de ese Siglo)? ¿Podés discernir cómo se te fue generando esa predilección (y cómo se sostiene en tu actualidad)?

 

           MR: ¿Acaso Boscán no jugó en el siglo XVI en el cambio de la poesía española del Siglo de Oro, junto a Garcilaso, un papel semejante al que realizara Ezra Pound  en el siglo pasado, para la poesía de habla inglesa? Pues bien, creo que el amor que sentí desde niño por la literatura española, me llevó a enfrascarme en el barroco peninsular. Lope, Góngora, Quevedo, fueron mis lecturas favoritas a las que vuelvo siempre. En 1992 edité una revista llamada “Quevedo” que se hizo itinerante. Allí publicaba textos raros de Herrera, de Alemán, así como de poetas modernos como César Moro. Por problemas económicos tuve que congelar su aparición. Al menos virtualmente, me sentí el Buscón quevedeano buscando rastros en la terra ignota. Amé la poesía bucólica y sigo amándola como a una mujer que se pierde en la espesura de la historia. Como amé el sentido epopéyico de un poema. Como arte típico, según algunos, de la Contrarreforma, el barroco revitaliza una estética que da vida a la Edad de Oro, donde el fervor religioso reluce y está vivo y fue construida con una anterior Reforma española que va más allá del Concilio de Trento de 1563. En todo caso, aquellos poetas dejaron un sello indudable en la lírica hispana más allá del reinado de Felipe II, que influyó mucho en nuestros poetas de ultramar… Razón tenía Quevedo al exclamar en un soneto: “Tras los reyes y príncipes se vaya/ quien da toda la vida por un día,/ que yo me quiero andar de saya en saya.” La poesía se transforma de época en época y ese es su misterio. Hubo un poeta chileno contemporáneo, Alberto Baeza Flores, considerado del surrealismo hispanoamericano, que dijo de mi poesía algo que me enorgullece: “Aquí está la confluencia del barroquismo hispanoamericano y la aventura expresiva de la poesía más moderna, más actual, más de exploraciones. Manuel Ruano reúne estos ríos neorrealistas mágicos y los unifica en su expresión poética.”

 

           3 – Que a tus veinticuatro años –y habiendo recibido con anterioridad otras distinciones- te fuera otorgado el premio que posibilitó la publicación de tu primer poemario a través de la prestigiosa Editorial Losada, debe haberte “vapuleado de felicidad”. Que ese libro haya sido presentado por Leopoldo Marechal, añadió su plus. Que, además, mantuvieras conversaciones con Gonzalo Losada y por iniciativa de él, a través de su sello también apareciera tu segundo poemario, habrá sido el sumun. ¿Cómo nos trasmitís a nosotros, cuarenta años después, lo que te pasaba (lo que le pasaba a aquel Manuel Ruano, no a cualquier otro -no demasiado neurótico- en similares circunstancias)?  Se habrán, unos, enorgullecido de vos, y otros, te habrán envidiado. ¿Cómo nos trasmitís esto, y tu contacto con Don Gonzalo y con el autor de la novela “El banquete de Severo Arcángelo”?

 

           MR: En 1967 obtuve el Primer Gran Premio Internacional de Poesía de Habla Hispana “Tomás Stegagnini”, correspondiente a los V Juegos Florales de Poesía, Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires, que consistía en un dinero, una placa y la edición del libro (que nunca se llevó a cabo).  De manera que “Los gestos interiores” en la colección Poetas de ayer y de hoy de Losada, se debió a que sólo recibí de aquel galardón la parte monetaria y otros honores que contemplaba el premio; pero la edición del libro, lo que se dice el poemario en sí, que para mí era fundamental, jamás. Tuve la suerte de que se interesara don Gonzalo Losada  de ese percance y lo leyera, no una, sino varias veces (como él mismo me dijera), y decidiera la edición del mismo. Ese manuscrito (todavía) pasó por varias manos, entre ellas, las de Margarita Aguirre (ex secretaria de Neruda), y que a raíz de allí, fuera mi amiga durante varios años. Y Neruda, según me dijeron, tuvo algo que ver en eso; pero no lo puedo asegurar. El libro fue ilustrado por un joven artista plástico llamado Pablo Suárez y recibió la bendición de un poeta y escritor consagrado, como don Leopoldo Marechal, que, para el caso, escribió: “Sigo con atención las tendencias de la nueva poesía, y Manuel Ruano se cuenta entre los jóvenes poetas cuya originalidad e inspiración están dando ahora sonidos nuevos a la poesía nacional. No sólo trata él de bucear en “lo posible” de los temas líricos: gracias a una severa conciencia de su arte, busca y halla también una notable afinación de su idioma poético. A mi entender, la poesía continúa siendo la “quintaesencia” del arte por la palabra, y Manuel Ruano trabaja en esa vieja y perdurable afirmación.” Con don Gonzalo Losada, tengo hermosos recuerdos. Ha sido un gran editor. Y ha tenido la gentileza de presentarme al poeta  Francisco Luis Bernárdez, quien me dijo palabras más, palabras menos, conceptos  muy elogiosos sobre mi poemario. En otra oportunidad, Losada me leyó, completa, una carta que había recibido del gran escritor peruano José María Arguedas, anunciándole su próxima muerte. Esto resultaba conmovedor para un joven poeta como yo. Era tanto el detalle de cómo lo lograría, que le describía hasta la marca del revólver que había comprado para llevar su muerte a cabo. Yo, lo sé, quedé muy impresionado por aquel relato. Más allá de todo esto, don Gonzalo publicó mi segundo libro de poemas, “Según las reglas”, cuando compartí un premio con el poeta chileno Braulio Arenas, en Venezuela, de la revista “Imagen”, en 1972. De ese libro, un poeta colombiano nadaísta, Armando Romero, escribió para la revista “Zona Franca”: “Humano, terriblemente humano, el poeta cae exhausto mil veces sobre el suelo de realidades que hacen rabiar su ánimo, porque a fuerza de soplar fluidos creadores sobre las insaciables gargantas de los hombres todo se resiente, la batalla parece absurda, los dedos se encalambran sobre eso único, indefinible, que acciona todos los mecanismos: el amor. El poeta sabe, alquimista osado, que solo desde esa piedra se puede fundar la existencia; sus dedos lo aprisionan sintiendo ese castigo que pertenece a todos pero que hace del poeta su más precisa víctima a la vez que su vocero. El amor salta como una carta del Tarot universal afirmándose hasta dentro de su propia negación.” En cuanto a la envidia, la he sentido de cerca muchas veces desde la aparición de “Los gestos interiores”. Y la sentí de muy, muy cerca, cuando salió “Mirada de Brueghel” en F.C.E. de México, donde algún compatriota residente en Costa Rica dijo que pertenecía a la mafia de Octavio Paz, cuando ni siquiera lo conocía personalmente ni epistolarmente. ¿Qué te parece?

 

 

          4 – En el ’79 fuiste incluido con dos poemas de tu primer libro en el tomo tres de la hospitalaria Antología que más he releído y consultado en toda mi vida (apenas más breve que la tuya): “la Antología de Aguirre” se decía. Para mí, entrañable. Y la tengo desde que salió. ¿Fulano “está o no está en la antología de Aguirre”? Fui descubriendo que no estaban Beatriz Vallejos, José Luis Mangieri, Alfredo Andrés, Héctor Negro, Clara Fernández Moreno, Héctor Viel Temperley, Juan José Hernández, ¡Julio Huasi!, y otros. Consta allí que vos residías desde 1975 en Caracas. Y sé que también has residido en Perú. ¿Qué te llevó a esos desplazamientos?... ¿Viviste en otros países? ¿Cómo evocás las respectivas atmósferas epocales? ¿Cómo te fuiste integrando a aquellos escenarios? ¿En qué revistas y periódicos colaboraste? ¿Ejerciste el periodismo cultural?

 

 

          MR: Sí, recuerdo esa antología. Fue una muestra de la poesía argentina con algunos olvidos. En realidad, yo residí en Caracas desde el año 1975 porque aquí, en la Argentina, la situación política era insoportable. Así que tuve que viajar al exterior  donde me ofrecieron trabajo y la posibilidad de hacer mi propia antología “Poesía Nueva Latinoamericana”, que se publicó en la imprenta Minerva de los hermanos Mariátegui, en Lima, en 1981. Fue una experiencia para rescatar las voces claves de la poesía de esta parte del mundo. Era un proyecto que tenía desde los años ‘70 y que vine a concretarlo en el Perú, país al que volví reiteradamente desde 1972, año tras año, y en el que realicé una intensa actividad cultural, dando forma a la integración latinoamericana que tanto había deseado. También desarrollé un intercambio con otros países andinos: Chile, Ecuador, Colombia... Dando conferencias, recitales y seminarios de literatura iberoamericana. Y en esos periplos, surgió “Quevedo”, mi revista itinerante. Además de desarrollar una intensa actividad de periodismo cultural. En una palabra: todo eso está registrado en una columna fija en Venezuela, llamada “El trayecto de lo imaginado”, del diario “Ultimas Noticias”, desde 1975. Mientras colaboraba en radio, televisión y otros medios escritos, como, por ejemplo,  “El Nacional”, “El Universal”, “La Religión”.

 

 

           5 – En 2012 –no sé durante cuánto tiempo- realizaste un viaje de estudio por España “siguiendo la ruta de Rainer María Rilke”. ¿Tenés algún trabajo publicado a propósito de dicho viaje? ¿Lo podemos descubrir en la Red? ¿Nos contarías en qué ha consistido exactamente?

 

           MR: Estoy escribiendo un libro en torno a la figura del poeta Rainer María Rilke y su trayecto en España en el año 1912. En vistas a ese periplo por ciudades como Madrid, Toledo y gran parte de Andalucía, realicé un viaje cien años después de aquel recorrido, con el propósito de indagar acerca de las huellas dejadas por el poeta. También reuní cartas y poemas por él escritos en su viaje, y visualicé cuadros que él admiraba del Greco, su pintor mayor, en la sinfonía de las imágenes. Se trata de un peregrinaje que culmina en la ciudad de Ronda, Málaga, entre los años 1912 y principios de 1913. ¿No es esto, en parte, perseguir la sombra de un fantasma agonizante, que va buscando su ideal religioso a la par que reanimando su existencia para proseguir la escritura de sus “Elegías”, a la vez que el clima esencial que lo ayude a sobreponerse a su estado de salud delicado y siempre al borde del abismo espiritual? Rilke suena en mis oídos como un violín desvelado. Más bien, su poesía es un Stradivarius en el conjunto de violines que suenan en una época. Por eso me permití seguir sus pasos por España.

 

           6 – Vayamos al narrador: además del libro de cuentos publicado en 2010, tenés al menos otro, aún inédito, titulado “No le cuentes tus secretos a la luna”. En este género recibiste el Premio “Eduardo Mallea”, otorgado por el Gobierno de nuestra ciudad. Tenés al menos una novela inédita. ¿Cuál es el título? Ponenos en foco, Manuel: qué tenés publicado en cuento y no sé si en novela, qué tenés inédito y en qué andás en ambos géneros, y de qué trata, primordialmente, tu obra narrativa.

 

           MR: Siempre escribí cuentos; pero no los publicaba. La poesía, en cambio, fluía en mí porque obtenía premios que me animaban luego a difundirlas. En cambio, la prosa es distinta. Desde los primeros años de mi educación ya sentía la necesidad de ejercitar la escritura, porque amaba las palabras. Cada palabra, encierra un duende, decía mi abuela Dolores. Narro esto en una novela, que, también, mantengo inédita llamada “Escorpiones del mar dulce”. En tanto que el título que mencionás, “No le cuentes tus secretos a la luna”, en realidad, se trata de un cuento con referencia a esos sucesos que transcurrían durante la secundaria en el colegio Rivadavia, en el que todos éramos varones, con historias de varones... Es una historia terrible, que integró, algunos años después, un libro de cuentos llamado “No son ángeles del amanecer”, que fuera distinguido en el Premio “Eduardo Mallea” en el año 2004. En cuanto al ensayo, publiqué un libro llamado “Lautréamont y otros ensayos”, que el Celarg (Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”)  editó en Venezuela en 2010.

 

           7 – En algún lugar rescataste una formulación simple y profunda de ese tal Voltaire que yo sólo he leído, orgánicamente, en mi adolescencia: “Peligroso no es el hombre que lee, sino el que relee”. Como hombres peligrosos que somos –aunque yo, ¡oh!, no he releído a Voltaire (debo haber accedido a él en ejemplares que me habrán prestado)-, seguramente hemos aconsejado muchas veces, no sólo a alumnos, el hábito de la relectura. ¿Nos ampliarías el alcance que para vos tiene el proverbio de Francois Marie Arouet? ¿No merecería que alguien con tu experiencia en el ensayo explorara y produjera alguno sobre el tema?

 

           MR: ¿Quién no se ha apasionado con Voltaire, con Diderot, con Julien Offray de La Mettrie? El siglo XVIII fue el siglo de Voltaire y de la Enciclopedia, pero también fue el siglo de Swedenbog y de William Blake. Y el de un curiosísimo escritor llamado Jacques Cazotte, cuya cabeza va a dar a la canasta del patíbulo, gritando: “Muero como he vivido, fiel a Dios y a mi rey”. Como aseguraba Borges: “El estilo de Voltaire es el más alto y límpido de su lengua y consta de palabras sencillas, cada una en su lugar”. Voltaire llevó a cabo una dura crítica de la guerra, y la sátira “El templo del gusto” (1733) le atrajo la animadversión de los ambientes literarios parisienses. Su obra es amplísima. Después de una violenta ruptura con Federico II, Voltaire se instaló cerca de Ginebra, en la propiedad de “Les Délices” (1755). En Ginebra chocó con la rígida mentalidad calvinista: sus aficiones teatrales y el capítulo dedicado a Servet en su “Ensayo sobre las costumbres”  (1756) escandalizaron a los ginebrinos, mientras se enajenaba la amistad de Rousseau. Su irrespetuoso poema sobre Juana de Arco, “La doncella” (1755), y su colaboración en la Enciclopedia chocaron con el partido devoto de los católicos. Resultado de su crisis de pesimismo fueron el “Poema sobre el desastre de Lisboa” (1756) y la novela corta “Candide” (1759), una de sus obras maestras. Se instaló en la propiedad de Ferney, donde vivió durante dieciocho años, convertido en el patriarca europeo de las letras y del nuevo espíritu crítico; allí recibió a la elite de los principales países de Europa, representó sus tragedias (“Tancrède”, 1760), mantuvo una copiosa correspondencia y arremetió con escritos polémicos y subversivos, con el objetivo de “aplastar al infame”, es decir, el fanatismo del clero. Sus obras mayores, en esta época,  son el “Tratado de la tolerancia” (1763) y el “Diccionario filosófico” (1764). Denunció con vehemencia los fallos y las injusticias de las sentencias judiciales (casos de Calas, Sirven, La Barre, entre otros). Liberó de la gabela a sus vasallos, que, gracias a él, pudieron dedicarse a la agricultura y la relojería. Poco antes de fallecer (1778) se le hizo un recibimiento triunfal en París. En 1791 su osamenta fue trasladada al Panteón. Y es hoy, en el siglo XXI, que sus ideas nos siguen iluminando…

 

           8 – Ya en tu juventud tuviste ocasión de codearte con Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y otros “consagrados”, y también posteriormente con Ernesto Cardenal y tal vez con Octavio Paz. Te propongo que sobrevueles mi recorte, el  adonde apunto, y nos digas respecto de los citados y de otros de semejante nombradía, con quiénes estableciste un más grato intercambio y con quienes, en cambio, te resultó (pudo haberte resultado) insulso, frustrante (se me vienen a la mente esos dos emblemáticos, cada uno en lo suyo, Buster Keaton y Samuel Beckett, en ocasión de “Film”, hallable en Youtube y en un librito editado en España hace bastante).

 

           MR: Thomas Eliot decía que “sólo a través del tiempo se vence al tiempo”. Es una verdad. Y te confieso que de todos los grandes poetas y escritores que he conocido, únicamente  me ha importado de ellos experimentar alguna emoción. Esa es la piedra de toque, para mí, del conocimiento. A Borges lo conocí (como cuento en el prólogo de mi libro “No son ángeles del amanecer”) rememorando ciertas esquinas de Buenos Aires que el tiempo había escamoteado. Lo oí cantar alguna milonga y, por último, lo vi llorar cuando me hablaba de las Madres de Plaza de Mayo. Por “El Escarabajo de Oro”, como dije más arriba, pasaron muchos personajes. Entre ellos, el poeta Mario Jorge De Lellis, al que vi en aquellos encuentros y, más tarde, asistí a su lecho de muerte en el hospital donde estaba internado. Allí estábamos todos: Abelardo Castillo, Vicente Battista, Oscar Barros, Liliana Heker, Lucila Álvarez, Humberto Costantini… Tuve la suerte, desde muy temprano de mi experiencia literaria, de tener cerca de mí a personajes que han pertenecido a las dos grandes corrientes de la vanguardia argentina de las letras: el Grupo Florida y el de Boedo. En 1970, me presentaron al poeta Raúl González Tuñón, del grupo Boedo, a quien traté luego en el Suplemento Cultural del Diario “Clarín”. A Marechal lo iba a visitar a su casa de la calle Rivadavia y conocía muy bien su intimidad, sus sufrimientos, su orgullo. Él escribió mi presentación, como dije, para “Los gestos interiores”. También viví su partida y el dolor de su esposa Elbia. En cuanto a Octavio Paz, no lo conocí nunca. Pero fue él quien se refirió a ese primer libro con estas palabras registradas en la prensa mexicana: “Él es su propia técnica inventada y concluida en el poema. Y también su sueño y su esperanza”. Más tarde, en Madrid, conocí a su ex esposa e hija, en la oficina de otro extraordinario amigo, Félix Grande, que acaba de morir. Por intermedio de Félix conocí a Luis Rosales, amigo de Federico García Lorca. Te podría nombrar a muchos otros: Jorge Amado, Martha Lynch, Olga Orozco,  Enrique Molina, Ernesto Cardenal… Con Cardenal me escribía en los años setenta, cuando él todavía estaba en Solentiname. Después lo conocí personalmente en el Perú, cuando se realizó el Congreso de Integración Latinoamericana. Me dio varios poemas inéditos para la antología “Y la espiga será por fin la espiga”, que el gobierno peruano me había encargado realizar. En cuanto al novelista Ernesto Sábato, lo conocí en casa de Margarita Aguirre, donde tuve una oportunidad única de conversar con él acerca de la brujería en Buenos Aires, hasta altas horas de la madrugada. Recuerdo que él estaba muy al tanto del asunto y me dio una clase al respecto. Era la época de su novela “Absalón, el exterminador”. Un tiempo después escribí un ensayo acerca de “Los fantasmas que perturban a Sábato”, que publiqué en varios países. En mi columna dominical “El trayecto de lo imaginado” y en “Cuadernos Hispanoamericanos de Madrid”. Con Sábato tuve correspondencia y encuentros en Caracas y en Santos Lugares, su casa en el Gran  Buenos Aires. También le hice una extensa entrevista que se publicó en “El Espectador” de Colombia, donde hablaba de muchos aspectos de la novelística actual. Fue tan bien recibida esa entrevista que el autor de “Sobre héroes y tumbas” me felicitó epistolarmente, y “El Espectador” reprodujo el reportaje en una edición de lujo de las mejores entrevistas. También conocí a David Viñas. Él solía pasar las tardes en el Café La Paz de la calle Corrientes. Un día tuvimos una larga charla y me invitó a su casa de la calle Córdoba, casi llegando a Callao. Allí hablamos de su obra y del porvenir de la política nacional e internacional. Recuerdo que se maravilló de mi información al formularle las preguntas y en una dedicatoria de su libro me llamó “lúcido lector”… Es un lindo recuerdo, que guardo en mi corazón, de ese gran escritor argentino.

 

           9 – Sos quizá el primero de mis reporteados que ha participado en la organización de una Enciclopedia. (Cualquier “buscador” remite a este monumental “Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina”, editado por la venezolana Fundación Biblioteca Ayacucho.) Te invito a que nos precises cómo ha sido, qué te ha “tocado” o qué has elegido investigar y redactar.

 

           MR: Un poeta del Grupo Viernes, de Venezuela, José Ramón Medina, desde la fundación de la Editora Biblioteca Ayacucho, que, a su vez era Presidente del Pen Club, me invitó a participar de un Congreso de la entidad, que se celebraría en Caracas en 1983. Al mismo tiempo me entusiasmó para colaborar en la “Enciclopedia de las Letras de América Latina”. Hice casi cien biografías de autores de todo el continente. Además, una antología de Olga Orozco, “Obra Poética”, 2000. Con Olga tuve una magnífica amistad desde los años setenta. Ella valoró mi poesía. Un día, me dijo: “Tú eres un poeta errante que va de país en país como una nube viajera. Tu lenguaje es tan personal que me cuesta clasificarlo como al de otros poetas.” Con ella (recuerdo que vivía en la calle Arenales, de Buenos Aires), trabajamos la antología de su obra para la colección principal de la editorial. Ese libro, hasta donde sé, tuvo más de doce ediciones. Me escribieron, unos años más tarde, de la Universidad de Sevilla para colaborar en un estudio sobre Olga. El libro salió en el 2010 con el título, Olga Orozco (Territorios de fuego para una poética)”, y estuvo a cargo de la profesora Inmaculada Lergo Martín. Más tarde, la misma autora, tuvo la deferencia de invitarme a participar de un estudio sobre la obra de otro gran amigo y poeta, Carlos Germán Belli, “Vivir en el poema”, que se editó en Granada, en la editorial Point de Lunettes, en el 2013. Y viajé para saludarla en su presentación en Lima, en la Casa de la Cultura. Otro dato, que a lo mejor interesa a tu pregunta: con editorial  Biblioteca Ayacucho, he publicado varios libros: “Poesía amorosa latinoamericana” (1995), “Crónicas de poeta”, sobre los escritos de César Vallejo en Francia (1996), “Cartas del destierro y otras orfandades” (2006) con el que gané un Premio Nacional en Venezuela…Y trabajé en la Cronología del libro Rayuela” de Julio Cortázar en el 2004, etc., etc.

 

           10 – Cinco o seis años al frente de “Quevedo”, decidiendo, seleccionando, difundiendo. ¿Cuál fue la impronta que sostuvo tu revista? Y como con “El Escarabajo de Oro”: ¿características gráficas, circulación, autores publicados…?

 

          MR: En 1992 me invitaron a participar en el Homenaje al natalicio del poeta César Vallejo en la Universidad de Lima. En aquel momento, decidí editar mi revista “Quevedo”, número 1. Ya en el editorial, decía: “QUEVEDO, más que un nombre glorioso de las letras universales, es un concepto. Y más que un concepto, una piedra angular en nuestro idioma hispanoamericano que, también, revela una actitud de disonancia en el actual estado de cosas. Por eso, tiene ya el carácter de una justificación para esta revista de poesía, ante la embestida monstruosa y  embrutecedora del neoliberalismo transcultural.” Fueron ocho números los que aparecieron. Inéditos de Vallejo, de César Moro, Artaud… Entrevistas exclusivas a Borges, a Gonzalo Rojas... Apócrifos y anónimos. Fue en 1996 cuando dejó de aparecer. De mis comienzos literarios, podría decir que el dicho que afirma “la letra con sangre entra”, es verdad. Ya que a la edad de cinco años estuve mudo debido a una cirugía de garganta en el que experimenté que la sangre estaba unida a mi voz. E inventé un lenguaje para comunicarme con los demás. De ahí, pienso, el título de mi primer libro: “Los gestos interiores”. Y más tarde, a los quince años, y trabajando yo en una imprenta del barrio San Cristóbal, que se  especializaba en trabajos de timbrado y sobrepujados, tuve un accidente con la máquina alemana que manejaba, al quedar atrapados mis dedos índice y medio de la mano derecha en la impresora. Fue un descuido mío al querer enderezar una hoja de papel seda que se había doblado, en momentos en que el carrito timbrador (así le decíamos) hacía punto de presión sobre el papel y mis pobres dedos. La sangre fluía, como podrás imaginarte, con ganas. En esos días yo ya era un apasionado aprendiz de escritor. Escribía mentalmente y pasaba en papel en los momentos que pedía permiso para ir al baño. Años más tarde, nacería “Quevedo”, después que nuestro país saliera de las sombras y del terror que había implantado una dictadura. ¿Habría que agregar algo más a la frase de Eliot, sobre el hecho de que el tiempo solo vence al tiempo?

 

 Manuel Ruano selecciona para esta entrevista, en febrero de 2014, los siguientes seis poemas de su autoría:

 

 

NUBES VIAJERAS PARA UNA DESVELADA AUSENTE

                                                             A Olga Orozco, in memoriam

 

Esa es tu voz.

Sí, un cartílago de oro que iluminó al sol.

Más bien debería recordarte que he aquí un cristal de roca

de belleza inaudita.

Ese espacio por donde tu alma pasa con el verbo ad verbum

atemperado,

que contradice a las presencias en su traje ritual.

En sinfonía de voces.

Más exactamente, había en ti una convalecencia de penumbra,

que llegaba sin aliento a las conclusiones inesperadas...

De igual manera había en la memoria una pajarera

desconocida para las nubes,

adonde entrabas y salías siempre, alabando los paseos perdidos.

Tengo la sensación de estar tomando contigo el té de las difuntas,

en el fondo de un jardín y tú, con tu corona de flores.

-Es un diálogo secreto entre los huérfanos-, dijiste.

No estoy tan seguro de haber develado esas ausencias,

pero esos lamentos, esos paraísos perdidos,

son de aquella geografía del adiós.

Con rigor, debo confesarte que no debes confundir los sabores,

los reinos invisibles, las pasiones inescrutables

que alguna vez te han hecho llorar.

 

¡Ah, tapices revestirán una galería de abriles crueles,

de gladiolos moribundos,

de lágrimas de una mujer solitaria que toma sopa

con los retratos de un paisaje irrenunciable!

 

No debes alzar la voz cuando alguien te habla

de los salones desiertos...

Más aún, deberías controlar a quienes te adulan.

No siempre son de confiar.

Pero la niña terca que hay en ti, mira fijamente su plato

mientras se mueven las cortinas que dan hacia un balcón vacío...

 

No hay nada que hacerle: ¡robarle fuego al sol, ocasiona desgracias!

Te pone por delante una viuda de luto que augura calamidades

y prepara el pensamiento para la muerte.

Con todo respeto, siempre hay un embaucador de cosmogonías,

que pretende ocultar las nubes, las tormentas que se avecinan,

como un anticipo de los tiempos.

No te dejes impresionar por la distancia.

Recuerda que los poetas se reconocen más cuando no hablan.

Realmente, no hay embuste posible en los versos

que no hayan dejado flores marchitas como la soledad...

Pero los huéspedes, amiga, no han vuelto. Y tú me dijiste:

-Me voy por unos días-, y yo te lo creí,

como un creyente de las cosas que vuelan;

los poemas de Pessoa se vuelan en un lejano bar de Lisboa

que ha quedado fijo en tu recuerdo;

pero tú, te ibas para siempre...

 

 (Aparecido en “Olga Orozco: Territorios de fuego para una poética”)

 

 

ANÓNIMO ES EL POLVO DEL OLVIDO

 

Anónimo  es  el polvo del olvido y anónima

la vieja profecía.

Es anónimo el libro más leído y anónima la loca poesía.

Apócrifo será lo que has querido y apócrifa

es aún tu fantasía.

¿Qué turbia sinrazón mata el olvido

del malogrado amor que te encendía?

No sufras por las páginas gastadas que en dramáticos versos

escribieron.

Son inciertas las palabras más sagradas y profunda

la herida que te hicieron,

de anónimas historias develadas,

del canto de los días que se fueron...

 

                             (De “Concertina de los rústicos y los esplendorosos”)

 

 

DE LAS MUCHAS ENCRUCIJADAS DE CIDE HAMETE BENENGELI

 

“...volviendo de improviso el arábigo en castellano,

dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha,

escrita por Cide Hamete Benengueli, historiador arábigo.”

Miguel de Cervantes Saavedra,

Don Quijote de la Mancha, Cap.IX

 

 

Yo, Cide Hamete Benengeli,

encarnadura y voz  del sueño y la impostura,

escribí con pluma de ganso mi Quijote en secreto gabinete.

Alá, introdujo esas letras de una ruta de la ensoñación,

de caballero andante, con adarga y armadura, e ilusoria Dulcinea

del Toboso.

Jamás sabré ponerle nombre a las rutas del corazón,

sólo me fío de quien me soñó en graves temporadas con la muerte.

Esas cabalgaduras cierran cualquier herida.

Largas horas pasé con un morisco toledano que tradujo esos folios

y un oscuro amanuense llamado Cervantes,

secretario años ha de un cardenal en Roma,

y soldado del Rey, mutilado en la Guerra de Lepanto.

Yo celebro ser criatura de su sueño y su penuria.

 

Perdido fui en el jardín de los tropiezos,

argumentando entre sombras glorias fallidas y soldaduras

de la peor especie.

No hubo lugar ni papel de estraza que alcanzara para contar

tan luenga historia,

cuya pertenencia fuera puesta en duda.

Que nadie diga que Cide Hamete Benengeli traicionó a Dios.

 

Para que ahora hablen de mí,

y me cierren las puertas de la sensatez.

Tan real era el hidalgo don Quijote, que soñó Cervantes,

como aquél puesto en prisión en la  noche de los insomnes.

(No lejos está maese Pedro y su mono adivino.)

 

Los grilletes, trajeron a Cervantes el recuerdo de Argamasilla de Alba,

en la Cueva de Medrano, y no le dejaron dormir...

Pero estos cautiverios, son asuntos para  picapleitos,

y han quedado en un libro de actas donde se escritura la fe.

 

Yo, Cide Hamete Benengueli, escriba de arábigas fronteras,

fui quien dictó a Cervantes el Libro que los soñó a todos.

Y él, me soñó a mí en trágico laberinto.

 

¡Oh, luna de Mahoma, cuán tétrica es mi alabanza!

¡El mito nos atrapa a todos en su desamparada resurrección!...

 

                                          

(De Homenaje al IV Centenario del Quijote, “Aldaba”,

Argamasilla de Alba, 1605-2005, Ecma. Diputación de Ciudad Real, España.)

 

 

 

PARA CONFIARME A TU CUERPO

 

Para confiarme a tu cuerpo no fui ladrón ni verdugo,

tampoco un adicto que te regala versos, o finge

la locura más extraña;

ni un ángel fumador de opio en los arrabales de

Alejandría,

que se refleja cada tanto en tus sueños...

Para confiarme a tu cuerpo por toda una eternidad,

fui contador de perlas en Macao, transmisor de sífilis

en Estambul,

cantor de tugurios como algo, creo, venerable;

acaso, un bebedor más viejo que Khayyam con su hetaira

más hermosa y sus velos sensuales.

Para confiarme a tu cuerpo, fui desvergonzado estafador

en Rímini,

divulgador de historias en Bogotá que anduviera

por carne semejante...

Sí, para confiarme a tu cuerpo.

Fui buscador como el que más del metal sagrado que hay

en la apestosa muerte.

Nada más que para confiarme a tu cuerpo.

                                                     (De “Mirada de Brueghel”)

 

  

 

LA INFELICE CARNE

 

Nací en la majestuosa avenida de la Contradicción,

lindante con la calle de los ojos alegres.

Enseguida me bautizaron Equívoco,

porque dudé de todo desde el primer instante.

Con los años, tropecé con la señora Locura,

y busqué abrirme las venas en canal,

a la primera envestida del contrariado amor.

Entonces leí las páginas de la resignación.

Y recalé en el capítulo de la credulidad,

que me ha hecho llevar esta pesada cruz.

Desde entonces, he traficado la incomprensión,

es decir, del mundo y la doliente carne.

 

                              (De “Escaramuzas con Arthur”, Ediciones a Sottovoce,Caracas, Venezuela, 1998)

 

 

 “POR MIRAR SU FERMOSURA"

                                                                                               "Por mirar su fermosura"

Marqués de Santillana

 

Do van mis ojos por el alba, amiga,

como garza enamorada en amancaes

que te sigue por el sueño y el olfato.

Non va agora la soledad en la pradera,

-dixe-, de fembra prieta y fragante

de flor, febo y torcaza.

Como aquel venadito pardo

(en castellano viejo)

al que canta el corazón desde la herida.

Do se pierde el home, amiga,

en desnudez y ardor de amante.

                                                                      (De “Los Cantos del gran ensalmador”)

 

                          En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Manuel Ruano y R. R., febrero 2014.


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29 de Agosto, 2013 · General

Un Hombre Libre / ¡es más puro que el diamante!


MANUEL SCORZA
Rosina Valcárcel
 
Nació en Huancavelica, el 9 de septiembre de 1928. Era cálido y tenía un humor ideal. Leía precoz, a pesar de su raíz humilde. De adolescente, tuvo la ilusión de poseer una Colección de Losada con cien títulos. Laboró meses y la obtuvo. Lloró y brindó con sus amigos. Cuando tenía 18 años la policía asaltó su casa y se lo llevó revólver en mano bajo apariencia de peligroso conspirador. Pero fue un error. Él, no era conspirador, ni revolucionario; simplemente estaba enamorado de Nora Seoane, hija del “Cachorro”, y le había dedicado un poema de amor, que lanzó La Tribuna, el día en que el PAP se sublevó contra el Gobierno de Bustamante. Empero, quedó como aprista, y en la cárcel, pateado, e insultado cada vez que para expresar su inocencia ansiaba recitar su poema. Aquello lo tomó como adelanto de lo que le aguardaba por el agravio de amar y ser escritor. Luego, su familia y él tuvieron que vivir en el manicomio, ahí sus padres trabajaron como  panaderos. Y conoció a Martín Adán. En San Marcos, con Willy Carnero Hoke, Gustavo Valcárcel, Luis Carnero Checa y otros autores, integran Los Poetas del Pueblo. Rebeldes, los vates de la generación del 50 renunciaron al APRA. A los veinte años viajó exiliado a México. Ahí, de niña, oí a Manuel exclamar: Un Hombre Libre / ¡es más puro que el diamante!  Scorza trabajó en una lavandería con otros deportados. Luego entró al periodismo, él y mi padre madrugaban los domingos, pues a menudo publicaban especiales con artículos suyos, que recortaban para ir a cobrar el lunes temprano. Con Luis de la Puente y papá, cocinaban platos marinos, entre chistes, entonaban valses y bebían ron Bacardí.
Vuelta a la patria, en los años 60 Gus y Manuel se embarcan en el proyecto Populibros Peruanos. A menudo, mi padre escogía las obras y Scorza lograba la financiación. Se editaron miles de ejemplares. Sin duda que Manuel tenía fino olfato fenicio. Papá tomaba «sus entuertos» como parte de las bromas scorzianas.
En Lima, en septiembre de 1966, el infausto Jorge Luis Recavarren y su auxiliar Julio Ortega, quienes dirigían la controvertida Galería Cultura y Libertad, auspiciaron un primer encuentro de poetas jóvenes. Sin embargo, un grupo de escritores nuevos, progresistas,  opositores, organizamos paralelamente el 1er Congreso de Escritores Jóvenes (Antonio Cisneros, Raúl Vargas, Eduardo González Viaña, Juan Morillo, esta peregrina, entre varios). Descentralizamos el evento, fuimos a las universidades de San Marcos, La Molina, y de Ingeniería. José María Arguedas y Manuel Scorza nos ofrecieron respaldo y yapa nos beneficiamos con libros -donados por el noble Arguedas- y una fiesta inolvidable, organizada por el vital Manuel.
 
Scorza vivió en Paris varios años, después de que sus novelas las tradujeron al francés y al alemán. Residía en una casa cómoda en la rue Monge, cercade la de Alfredo Bryce. Toqué su puerta, emocionada, era 1971. Me abrió efusivo y familiar el escritor. Bebimos vino y cenamos opíparamente con su mujer. Él era muy ameno, charlamos de todo un poco: de Julio Ramón Ribeyro, de Carlos Calderón Fajardo, de Juan Gonzalo Rose, de mis padres; de sus amigos de Lima y de su nostalgia. Mientras el vino se iba consumiendo, sus bromas me llenaban el recuerdo de mi infancia. Y una lectura brotó de sus labios «contra el viento el poeta nada puede». Y paseamos en su auto por el malecón del río Sena.
 
Años después, supe que con los escritores Bryce, Rodolfo Hinostroza, Óscar Málaga, Enrique Verástegui, Jorge Nájar, Eduardo González Viaña, Manuel Gutiérrez Sousa (Krufú Orifús), Elqui Burgos, Carlos Calderón Fajardo, Armando Rojas, los hermanos José y Patrick Rosas Ribeyro, Alfredo Pita, Carlos Henderson, participaba en tertulias cálidas cuando cada autor leía un texto inédito y luego concluían en una taberna.
 
Al Manuel Scorza que llegó a Europa y publicó novelas de buen calibre, se le consideró de más mérito que al editor que estuvo en Lima después de México. Había renovado sus ideas políticas, su obra también creció en calidad. Posiblemente se sintió en estos tiempos Hombre Libre y puro.  Dejó huellas tanto de poeta como de narrador. Sin duda, no solo amó a las mujeres con quienes se enlazó y dedicó su Serenata, también a nuestro pueblo a quien le dedicó su gran narrativa, y, a sus amigos, en sus peleas y distancias sufría y le daba congoja. Al final César Calvo estuvo cerca de él. Yo conocí en mi patria sólo rostros vacíos. Pero amó al Perú más que a un Partido. Un desastre se avecinaba. Tenía pánico de viajar en avión y murió envuelto en fuego purificador enMadrid el 27 de noviembre de 1983.
 
Notas bibliográficas y otras.-
Diario de talismanes, El Santo Oficio, Lima, 2005, de Rosina Valcárcel.
“Un hombre libre”, en El Dominical de El Comercio, Lima 25 de agosto de 2013, p. 5 D. Especial: “Redoble por Scorza a 30 años de su muerte”.
Confesiones de Manuel Scorza, inéditas. Evocaciones de R. Valcárcel.
Y pláticas personales con Carlos “Coco” Meneses; y con Carlos Calderón Fajardo. Carta de Ignacio Basombrío a Ros, por facebook, in box, 25/08/13:
"Ignacio Basombrio18:07, 25 agosto de 2013:
Querida Rosina, emotivo tu recuerdo de Manuel Scorza y del poeta Gustavo, tu padre. Nora Seoane, hija del Cachorro, murió en Paris al dar a luz. La prisión de Scorza por escribir un poema de amor demuestra que la barbarie es moneda común."
 
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17 de Agosto, 2012 · General

A propósito de Manuel Jofré, autor de: Juan Bosch: Intelectual Orgánico.

 
 De la ética del escritor a la ética del político.
Por: Roberto Reyes Tarazona
 
 
Es paradójico que en la era de la información y de las comunicaciones, en América sigamos desconociendo las obras de nuestros más representativos personajes, aquellos que nos singularizan como región en el concierto del mundo, aquellos que dieron forma a nuestro desenvolvimiento como sociedades y nuestras más ricas expresiones culturales. Pareciera que la extraordinaria tecnología comunicacional solo fuera útil para alimentar el presente, a costa de la ruptura de los límites espaciales y de la multiplicación de datos en que se confunden los más trágicos episodios de muerte y destrucción del hombre con las más banales y efímeras expresiones sociales, a manera de un grotesco collage, donde el pasado a menudo es presentado solo como anécdota.
Pareciera que la deleznable afirmación de Fukuyama, a principios de los noventa, del fin de la historia, desmentida rápidamente por hechos como la proliferación de los fundamentalismos, nacionalismos y acciones terroristas, además de multitud de refutaciones teóricas, pareciera resucitar hoy de una manera oblicua y más sutil. No se trata ahora de cuestiones referidas a la implantación universal de la economía y la política propias del neoliberalismo, que –según Fukuyama– hacían innecesaria toda forma discrepante de pensamiento y organización económica y social, sino del resultado de la aplicación de las nuevas tecnologías.
Estamos tan saturados de información –cuyo mayor peso reposa en lo efímero y lo lúdico–, que debemos realizar un gran esfuerzo para mantener dentro de esa masa atosigante de información nuestros intereses y valores más personales. El tiempo destinado a la reflexión, a la asimilación de las ideas, es cada vez más exiguo. Si apenas tenemos tiempo para lidiar con el presente, ¿cuántos minutos podemos dedicarle a la indagación de los recientes hechos del pasado histórico? ¿En qué momento podemos evaluar la actuación de nuestros artistas, intelectuales y políticos? ¿Cómo trascender las imágenes e ideas que asociamos ante la evocación de un determinado autor o personaje? ¿Cómo ir más allá de las palabras y actos que se organizan para conmemorar un centenario o una fecha importante?
En nuestro país, como seguramente en el resto de América, en el año 2009 se conmemoró el centenario del nacimiento de Juan Bosch, celebrando alguna de sus dos facetas más conocidas: la del narrador y teórico del cuento, o la del político, del presidente que se opuso al tirano Trujillo e intentó hacer de su país un lugar digno de vivir. Salvo, por supuesto, en República Dominicana, en donde la conmemoración abarcó las múltiples expresiones de su obra.
Las facetas de creador literario y político son válidas y complementarias, pero no se debería disociar estos dos –y los otros– aspectos inherentes a su personalidad y trayectoria vital. Sin embargo, la desinformación o la información fragmentada –muchas veces producto de la censura–, han segmentado estas y las otras manifestaciones de la actuación política, intelectual, creativa y literaria de Juan Bosch.
Manuel Jofré, autor de: Juan Bosch: Intelectual Orgánico. De la ética del escritor a la ética del político, libro que prologamos, integra en su estudio tres facetas de la personalidad de Bosch: la del creador de cuentos y novelas, la del teórico del cuento y la del intelectual entregado a la política. Y lo hace desde diversas perspectivas y con un versátil instrumental teórico y metodológico.
Antes de detenerse en el análisis de la calidad creativa de sus cuentos y novelas, Jofré reseña la trayectoria del gran escritor dominicano, delineando las etapas de su periplo vital en función de sus vivencias creativas, intelectuales y políticas, en su país y en el extranjero. En función de esta secuencia, va fijando los hitos que jalonarán su marcha desde sus primeras obras literarias hasta su entrega a la actividad política, que finalmente absorberá las últimas décadas de su vida.
Como corresponde, Jofré hace hincapié en la precocidad creativa del escritor dominicano, y señala que empieza a publicar sus primeros poemas y relatos desde los dieciséis años, y que a los veintitrés años da a conocer “La mujer”, uno de sus cuentos más conocidos y celebrados, publicado en diversas antologías sobre el cuento latinoamericano. Un año después publica Camino real, su primer libro de cuentos.
En este libro y los que escribe Bosch antes de 1938, su producción narrativa gira en torno a las relaciones del hombre dominicano con su medio ambiente, principalmente centrada en la región de donde él era originario: La Vega. Sus personajes, mayormente gente humilde del campo, pero de gran coraje y entereza, enfrentan a cada paso las adversidades que ofrecen la selva y los montes: las lluvias torrenciales, los fenómenos naturales inesperados, el desborde de los ríos, a los que se suman la fatalidad y las acciones humanas. A menudo, los habitantes de estas regiones son derrotados, no pocas veces pierden la vida, pero no faltan los héroes anónimos, en contradicción con los antihéroes, como los bandoleros.
Para nosotros los peruanos, este escenario y las vicisitudes de los personajes enfrentados a la naturaleza hostil nos son familiares. La serpiente de oro, una de las más importantes novelas de Ciro Alegría, quien casualmente nació en el mismo año que el cuentista dominicano, recrea literariamente el enfrentamiento de los lugareños con la selva montañosa –la ceja de selva, como algunos la denominan–, los ríos torrentosos y las sempiternas adversidades que sufren los hombres humildes. Las semejanzas no solo se refieren a los escenarios sino también al valor, la fortaleza y cierto aire fatalista con que los hombres de Calemar afrontan su lucha con la naturaleza y las fuerzas sociales que los agobian.
Cuando Bosch marcha al exilio, obligado por las circunstancias políticas, se suceden nuevas etapas en su producción literaria. Su estadía en Puerto Rico, Cuba, Chile y otros países del Caribe y de Sudamérica, durante más de dos décadas, estimulan su producción creativa e intelectual.
De las atinadas observaciones de Jofré sobre el desarrollo creativo de Bosch en las dos primeras décadas de su actividad literaria, es importante resaltar el momento en que el autor de Camino real declara que entendió el cuento y su técnica; paso importantísimo para dar el salto a su faceta de teórico de este género. Esto es el año 1942, cuando escribe “el río y su enemigo”.
Si consideramos que en América Latina, en el siglo veinte, solo hubo –incluyéndolo a él– tres autores que produjeron textos canónicos sobre el cuento, se podrá apreciar la importancia de este momento. Junto a el “Decálogo del perfecto cuentista”, de Horacio Quiroga, y “Algunos aspectos del cuento”, de Julio Cortázar, los “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, de Juan Bosch, constituyen la fuente en la cual han bebido –y siguen bebiendo– una legión de escritores de toda América. Y aunque el reconocimiento del papel de Bosch en esta empresa injustamente no sea tan universal como en el caso de Quiroga y el de Cortázar, su aporte es innegable y no es aventurado pensar que el escritor argentino sea un continuador de las reflexiones del creador dominicano.
Cabe destacar que la exposición diacrónica de Jofré permite seguir los pasos de Bosch para llega a la teoría del cuento, al cabo de un intenso trabajo creativo. Como ocurre con muchos escritores de nuestra América, sobre todo en la primera mitad del siglo veinte, su aprendizaje de la escritura fue primero personal, producto de lecturas, intuición y experiencias vitales, para luego sumar a ello la reflexión y el trabajo disciplinado. Lo que diferencia a Bosch de la gran mayoría de creadores latinoamericanos es que muy pocos se esforzaron en dar forma a sus conocimientos y experiencias sobre la escritura de la narrativa corta.
En cambio él, un hombre acostumbrado a asumir retos, poseía, entre sus muchas cualidades, una gran vocación docente y un encomiable desprendimiento que desplegará a lo largo de su vida. Él no creía en la conveniencia de guardar los conocimientos para sí, de atesorarlos, sino todo lo contrario. Con mayor razón, como intelectual y político, cuyo principal instrumento de comunicación es la palabra, legó una obra vasta y ejemplar.
Manuel Jofré, consciente del valor de este legado, expone muy precisamente su particular enfoque al inicio del libro: “Este ensayo se escribe en torno a la obra escrita de un hombre que forjó su vida a partir de palabras. Un hombre de acción que tomó el principal instrumento de comunicación humana, el lenguaje, y lo transformó, no en un arma, ni siquiera en un instrumento de persuasión, sino en una síntesis discursiva, verbal y estilística mucho más poderosa”.
En los meses siguientes a su regreso a República Dominicana, en 1961, nos dice Jofré, Bosch publica Cuentos escritos en el exilio y Más cuentos escritos en el exilio, en los cuales, como el título lo advierte, recoge su producción cuentística en sus más de veinte años fuera de su patria. Para entonces, ha publicado también una novela, trabajos históricos y diversos ensayos literarios y sociológicos. En ellos, el registro de temas e intereses se ha hecho más amplio, rebasando incluso el ámbito caribeño y latinoamericano para hacerse universal. Sin embargo, narrativamente, si bien sus escenarios son ahora cosmopolitas, mantiene su visión del hombre sujeto a la injusticia, la violencia y la marginación de los poderosos, así como a la soledad, la alienación, los prejuicios inherentes a su condición humana.
Jofré, en una de sus observaciones más sugestivas sobre la producción literaria de Bosch, sustenta cómo los cuentos de este escritor encarnan diez imágenes de América. Estas son: América como naturaleza, como universalidad, como búsqueda del ser americano, como identidad cultural común, como territorio indomable, como violencia, como espacio grotesco, como lucha, como conflicto entre civilización y barbarie, y como síntesis. Como él mismo bien resume:
“En definitiva, diez maneras individualizadas de representar a la región americana, con el Caribe incluido, se perciben en los cincuenta y un relatos de Juan Bosch. Una región asediada por las catástrofes, por la violencia y la muerte, donde emerge en un drama único y reiterado. Un espacio cultural distorsionado, tenso, conflictivo y difícil. Abarcar toda esta realidad es una proeza de la palabra y del papel configurador del lenguaje.”
En el plano político, habiendo desarrollado una intensa actividad en este campo, accede a la presidencia de su país, dispuesto a poner en práctica sus promesas de lucha en beneficio de su pueblo y sus ideas respecto a la democracia y la independencia nacional, lo cual desencadena una violenta reacción de las fuerzas retrógradas de su país y fuera de él, que lo derrocan siete meses después de haber asumido el cargo de presidente. Marcha, pues, nuevamente al exilio, etapa en que publica, entre otros muchos trabajos, “Teoría del cuento”, en Venezuela.
Esta faceta de la escritura de Bosch motiva a Jofré a desarrollar un trabajo de reconstrucción de los pasos que dio el creador de “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, para llegar a este texto, dedicándole toda una sección titulada justamente “Juan Bosch y su teoría del cuento”. Jofré dedica, pues, tanto espacio a este asunto como al del análisis de su narrativa, por considerarlo con justa razón fundamental en la obra del escritor dominicano,
El seguimiento de las distintas versiones realizadas en diversos ámbitos y momentos, que desembocaron en el clásico texto de Bosch sobre la escritura de cuentos, es otro de los aportes del libro de Jofré. En esta “biografía textual”, evidencia el autor del libro que prologamos su cualidades de investigador, su agudeza de crítico y sus amplios conocimientos literarios, pues no solo da cuenta de la gestación de los principios que sustentan el texto, el sentido de cada una de las partes constitutivas de un cuento, sino ofrece un balance del aporte de la teoría del cuento a los estudios latinoamericanos.
La tercera y última parte del libro de Jofré se centra en la sustentación de un aspecto esencial de la vida de Bosch: su carácter de intelectual, por un lado, y la realización de un análisis textual de un documento representativo de su discurso político.
En el primer caso, para dar cuenta de las diversas facetas de la personalidad de Bosch, que ya hemos mencionado repetidas veces, Jofré utiliza el concepto de “intelectual orgánico”, no tanto en el sentido que Gramsci utiliza para caracterizar a un intelectual respecto a la clase social a la que pertenece y refleja, sino en sentido de hombre integral, que conjuga en su vida la teoría y la práctica, el carácter de hombre de ideas y hombre de acción, el artista y el pensador. El hombre, en fin, que encarna las mejores aspiraciones y posibilidades de su tiempo, lo cual naturalmente produjo un conflicto interno que Bosch debió enfrentar en cierto momento, pues tanto la política como la creación artística son tan absorbentes que exigen dedicación total. Y si Bosch pudo actuar en ambos dominios durante algunos años, al fin debió optar por uno de ellos, y su decisión –creemos– supeditó sus más íntimas aspiraciones estéticas y personales a las de sus deberes para con su pueblo y su nación.
En el análisis del discurso que Bosch lee a su pueblo a raíz del golpe de estado en su contra, Jofré abandona el análisis diacrónico y utiliza herramientas de la semiótica para examinar exhaustivamente el significado de cada una de las frases que componen su proclama, sus implicancias éticas y de valor filosófico, los planos políticos y sociales que abarcan sus planteamientos y las ideas que subyacen y respaldan las breves pero enérgicas frases de su discurso.
Como corolario a este incurso en el campo político del autor estudiado, Jofré sostiene que Bosch “Pertenece a una generación de avanzada que se inicia en el primer tercio del siglo XX. Exilado como Bello, caribeño como ningún otro que haya llegado a América Latina, inicia una relación entre dos regiones americanas que aún no llega a concretarse. Formidable estilista, múltiple en sus actividades, reivindicamos para él una actitud diferente, nueva, anunciadora de futuro. Marcó con su vida una nueva actitud ética en la política y en la literatura (…). Bosch escribió volcado hacia nuestro futuro, registrando un pasado rural dominicano primero y un pasado cultural latinoamericano, posteriormente. América Latina está llena de figuras de su dimensión: Bolívar, Martí, Zapata y tantos otros. Su escritura es, como en todos los otros casos, una suma de discursos, documentos, políticos, narrativos, periodísticos, didácticos.”
Convergiendo con este planteamiento, consideramos que la inusual combinación de artista, hombre de acción y de ideas, sitúa a Bosch en el mismo nivel que otros grandes personajes universales del siglo XX, como Leopold Sédar Senghor, Mao Tse Tung, José Martí, André Malraux.
A continuación de este capítulo, Jofré expone consideraciones sobre la vigencia y el creciente interés sobre la vida y la obra de Bosch y, a manera de anexo, incorpora textos que permiten, a quienes aún desconocen su obra, incursionar en algunos aspectos de su producción.
La reseña de algunas de las exposiciones sobre la vida y la obra de Bosch, y el material expuesto en el anexo, coronan la tarea de interpretación de las facetas literaria y política de la obra de Bosch desarrollada por Manuel Jofré a lo largo de este libro. Mediante este trabajo, más lectores podrán encontrar la necesaria orientación y estímulo para conocer la obra de un autor que contribuido significativamente en la recuperación de nuestro pasado común, en la formación de nuestra memoria latinoamericana.
Recordemos que el pasado que la historia nos ofrece no solo está compuesto por sucesos ocurridos en el tiempo humano, sino por una reflexión sobre su sentido, por una evaluación del comportamiento de los hombres y una interpretación del sentido de los movimientos de las sociedades. De otra manera, bastaría con alimentar las computadoras con los datos de los hechos ocurridos en tal o cual periodo o momento y proceder a un ordenamiento de ellos, basados en algún criterio estadístico. Con ello se eliminaría la valoración ética, la búsqueda de sentido de la existencia personal y el reconocimiento de los esfuerzos para la forja de nuestros pueblos, como lo hizo ejemplarmente Bosch a lo largo de su existencia, y que Manuel Jofré pone en evidencia en su valioso trabajo.
 
                      Otoño de 2012.
 
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09 de Febrero, 2012 · General

Trabajo

 

Juan Manuel Avellaneda

 

Hoy he vuelto a soñar con el trabajo.
No es en absoluto simbólico: si sueño con el trabajo las circunstancias del sueño son tan concretas que no descanso. Trabajo mientras duermo soñando con el trabajo.
Se hace contradictorio porque cuando no tengo trabajo sueño con que trabajo y, en lugar de descansar, trabaja mi culpa. ¿Por qué lo habré dejado? ¿No hubiese podido aguantar un tiempo más?

Y cuando tengo trabajo y no puedo realizarme, cuando el trabajo me trae más frustraciones y angustias que logros y metas alcanzadas sueño con que sigo trabajando como si mis energías no hubiesen bastado.
Y hoy he vuelto a soñar con el trabajo. Porque no me basta.
Como cuando no puedo.
Como cuando no tengo.
Como cuando me culpo por no tener o por no poder.
Alguien se ha encargado de convencerme durante años de que, más allá de lo que haga, mi esfuerzo, administrado por los demás, sufrirá de arbitrariedad. Y de que eso es normal pues de ninguna manera se compara trabajar para triunfar que hacerlo por no ser un fracasado. Talento era una moneda y hoy no sé cuál es el precio de mi sacrificio. Hoy he vuelto a soñarme con las manos vacías.
No basta el talento.
No bastan las ganas.
Ni siquiera la aprobación de los que saben cuando quienes administran no saben.
De todos modos, cuando uno no es potente para cerrar las cuentas propias, debe dejar la administración en manos de los que pueden, aún cuando no sepan.
Hubo un tiempo en que la medida de la honestidad era un sueño tranquilo.
Hoy duermen tranquilos sólo los que pueden. Aunque no tengan talento ni ganas ni honestidad ni saber, administran la paz y el talento ajenos: se sirven de él para disimular sus carencias.


Y los carecientes somos el resto.
Los que soñamos con el trabajo si el trabajo es insuficiente o indigno y los llamados indignos que no pueden conseguir trabajo y también tienen pesadillas porque no saben vivir de otro modo, porque nacieron para producir y no saben medrar.
Hoy tuve el sueño intranquilo de un perro abandonado que sólo aprendió a ladrar furiosamente y que antes, al menos, soñaba con que algun amigo le tendiera el calor de una caricia cariñosa. Perro al que, a pesar de no haber mordido ninguna mano, han dejado aislado porque sus ruidosos ladridos sólo sirven de alerta.
Le han condenado a esperar que alguien se acuerde de acercar un trozo de comida... de lejos.
Yo también duermo con un ojo abierto cuando sueño que trabajo.
Hasta que la falta de cuidado de quienes creen que vivo de sus sobras me haga cruzar atolondrado una calle.

Pensando que de algo servirá ese gesto.
Y el talento, la obstinación y la conciencia queden reducidos a una pura materia hecha añicos. Tanto ladrido de alerta desperdiciado...
Desde hoy seré más generoso con los perros que, como yo, no tienen dueño: mis hermanos cuyos sueños, como los míos, nada reparan.-
                                                                               

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08 de Febrero, 2012 · General

WISLAWA SZYMBORSKA,

 

 

POESÍA QUE BROTA DEL «NO SÉ»

 

 

Ha muerto Wislawa Szymborska. Así de sencilla y tremenda, como la propia poesía de la autora polaca, es la noticia que nos ha enmudecido. Cada vez que muere un poeta, uno esencial y verdadero, el mundo se vuelve un poco autista, pues son los poetas quienes prestan su voz a decir lo más íntimo y verdadero que estructura y sostiene a aquel. Es como si una zona del alma del mundo se paralizara.

 

La poetisa había nacido en 1923 cerca de Poznań, la muy antigua ciudad del centro–oeste de Polonia, a orillas del Warta. Sin embargo, a los ocho años se mudó definitivamente a Cracovia, en el sur, ciudad de largo pedigrí cultural cerca de otro río de ensueños, el Vístula. Desde aquí vio transcurrir ochenta y ocho años de la vida de un siglo terrible y a la vez preñado de retos inquietantes. Desde allí alzó su pequeña, pero consistente voz para encantar al mundo con esa mirada sin mentiras ni presunciones. La existencia de la poetisa estuvo vulnerada por la guerra, por las invasiones a su país, por la indiscriminada muerte de judíos y patriotas polcaos, por los sucesivos cambios que intentaban lograr un país igualitario bajo la égida de burócratas abúlicos y desnaturalizados que, al final, permitieron la vuelta a un mundo de cruel competencia y cosificación. Esto lógicamente no podía dejarse de traslucir en sus versos. Tal vez de aquí ese mirada atenta pero desconfiada, explícita pero sin certidumbre que la caracteriza.

 

Para Wislawa, la poesía era algo cotidiano, familiar, que vivía, que sentía muy cerca, pero que no podía describir. En su discurso «El poeta y el mundo», declara: «… debo hablar de poesía. Sobre este tema raras veces me pronuncio, casi nunca». Su razón era que no sabía explicar algo que en sí mismo, más que una explicación, es un modo de aceptar y ser. Así lo canta en un poema:
             La poesía,

pero qué es en verdad la tal poesía.

Más de una respuesta vacilante

surgió para esta pregunta.

Pero yo no lo sé, no lo sé y me aferro a eso

como a un barandal salvador. («A algunos les gusta la poesía»)

 

El hecho de no saber no indicaba una postura de extrañamiento del mundo en la poetisa. No se trataba de ignorar o querer desdeñar la vida, ni mucho menos encerrarse en sí misma para defenderse de lo que la sobrepasaba. Era una actitud de aceptada candidez que le permitía instalarse con la debida apertura, con los ojos limpios de prejuicios para ver y sentir mejor. El que se atrinchera en el yo , nunca llega más lejos que su pretensión.

 

Es precisamente de esta convicción que surge su peculiar concepto de inspiración. En el citado discurso, habla de esta como de un estado singular que incita, no solo a los poetas, sino a todos los que hacen su trabajo con «amor e imaginación». Expresa: «De cada enigma resuelto sobrevuela sobre ellos un enjambre de nuevas preguntas.» De manera que para ella esta singular facultad de percepción es un constante penetrar, desentrañar y volverse a engarzar en el enigma de la vasta realidad. Por eso, afirma, «La inspiración, sea lo que fuere, nace de un incesante “no sé”.» Es por ese ánimo que mueve a quien reconoce su no sé que estos seres siempre ven el mundo como inédito y, por ende, objeto de nuevas aproximaciones e interpretaciones.

 

Desde aquí traza un interesante distingo entre poetas (creadores, todos los que hacen con imaginación y amor) y otros a quienes les gusta también su labor, incluso en demasía y con celos en exceso. Se refiere a déspotas, fanáticos diversos y burócratas. Estos no solo trabajan con entusiasmo apasionado, con meticulosa dedicación, con entregada voluntad sino, además, convencidos de la significativa grandeza de su obra. Ya esto marca una distancia del poeta que constantemente se pregunta si de verdad estará rozando lo verdadero. No obstante, ella concibe otra divergencia mayor. Asevera sobre estos seres inconcusos: «… ellos saben. Saben y lo que saben les basta de una vez y por todas.» Cuanta terrible verdad concentrada en una breve frase (signo de la poesía). Los peores enemigos de la humanidad en su ascenso hacia su más alta redención son esos personajes persuadidos de saberlo todo sin posibilidad de sorpresas o permutaciones que se dedican puntillosa y esforzadamente a instaurar el reino de sus convicciones. 

 

El poeta se caracteriza, según la autora polaca, por instalarse en este no sé que lo dispara a la indagación. El sujeto lírico avanza por el mundo como un sonámbulo, tanteando, sin conciencia exacta de adónde va, pero con la impostergable necesidad de ir. Siempre se mueve en el ámbito de lo incierto y desconocido. Como el sonámbulo, aunque lleve los ojos abiertos siente que ve algo del cual él mismo no está advertido ni plenamente consciente de su realidad. Escribe:

Qué gran suerte

no saber con exactitud

en qué mundo se vive.

Lo es porque si todo fuera previsible y advertido, ¿qué sería de nuestra existencia sino un recorrido por una galería ya vista y memorizada sin aliento de otra perspectiva?

 

En otro texto, donde la poetisa reflexiona sobre la inconmensurable variedad de la vida, vuelve a mostrar ese grado de perplejidad.

Cuatro mil millones de personas en esta tierra,

pero mi imaginación sigue siendo la mima.

Se las desarregla con las grandes cifras. («La gran cifra») 

O sea, la vastedad siempre supera la mirada. Si bien infunde mortificación, a la vez devine estímulo para mirar. Es la opción del poeta, intentar e intentar con la curiosidad, ganar dioptrías por la insistente y hurgadora penetración.

Escojo rechazando, no hay otro modo,

pero lo que rechazo es más numeroso. («La gran cifra») 

Aquí se descubre la conciencia de que nunca podrá el poeta aprehender hasta el último sorbo que pone ante sus labios la existencia. Sin embargo, se conforma con ir desgranando ciertas cifras, algunos granos de sentido, que van a instalarse en un sitio desde donde puede apreciar y actuar. Ese sitio se abre en sí mismo gracias a su imaginación y su curiosidad. Sin embargo, incluso esto no lo cumple del todo consciente.

¿De donde sale ese espacio dentro de mí?

–No sé. («La gran cifra») 

Este no sé aflora una y otra vez en la óptica y en la voz de la poetisa. El texto crece desde ese irrevocable no saber que despierta en deseo, urgencia, avidez de indagación. La obra poética de Wislawa Szymborska, como la mayoría de la poesía polaca –la cual tengo entre mis preferidas precisamente por eso – está signada por la legibilidad y le perspicacia. Tal legibilidad no implica distanciamiento de la elaboración expresiva, ni de la búsqueda de belleza formal, sino resulta del empleo de los recursos justamente como medios para visibilizar sentidos, no para despistar u ocultar. De aquí que sus poemas – sobre todo a partir de Sal, de 1962 donde se aleja de ciertas experimentaciones iniciales – se distingan por su claridad discursiva, la limpia precisión de lenguaje y la sorprendente hondura de percepción en los asuntos en que se adentra.

 

Sin embargo, esta expresión límpida y legible no significa rotundidez de aserción. Todo lo contrario, lo atractivo de sus versos deriva del contraste entre una clara exposición y un regusto de vaguedad, de manera que tras su lectura nos queda, más que una conclusión, una insinuación. Nos sume en una suerte de penumbra donde entonces debemos empezar a tantear. Su obra está siempre aureolada de incertidumbre. De modo que sus textos más que confirmaciones en torno a la realidad que la ha cruzado y vapuleado, constituyen impresiones, bosquejos, inquietudes, interrogaciones. Es por eso una poetisa impresionista en el sentido más estricto. La caracterización de su obra podría sintetizarse bajo el título de Maimonides: Guía de perplejos.

 

Hay un grupo de temas que son consistentes en la obra de Szymborska. Aspectos como la imposibilidad de conocer a fondo a la gente o el espacio que nos rodea, la permanente transformación del ser y los objetos, el mundo como un ámbito de pérdidas, nuestro semejante como un adolescente que no arriba a su sensatez madura, el amor como una creación escurridiza, el odio que mueve tanta destrucción, etc. Sin embargo, precisa hacer una salvedad. Si bien uno se percata de ciertos asuntos y motivos que recorren un sostenido número de textos, no quiere esto decir que sean esos sus preocupaciones temáticas. Resulta impracticable resumir los temas de un poeta, pues para este su cuestión es el mundo en su más profusa y compleja variedad. Hurga como puede en cada trocito de infinito y eternidad a su alcance. No obstante, como la vida misma, ningún asunto está aislado del resto, por lo que un poema carga una pluralidad de elementos si bien alguno puede destacar sobre otros. Incluso cuando un poema parece que tira hacia un rumbo, sus meandros de imágenes se desdoblan  en otras sugerencias conexas o consecuentes. Es pecado de simpleza reducir el poeta a ciertos temas. En el caso de la poetisa polaca esto resulta más imprecisable, pues ella siempre nos adentra en ciertas arenas movedizas para que no confiemos en la superficie de la palabra. Solo que uno debe asirse a ciertas evidencias que sirven como asideros desde donde poder remontar a los posibles significados. Es así que uno conjetura –como yo ahora – ciertos trazos de grueso expresionismo, nada preciso ni definitivo, para intentar el acercamiento.

 

De cierta manera esta condición irreductible de los asuntos del poeta se evidencia en su poema «Conversación con la piedra»:

Toco a la puerta de la piedra

–soy yo déjame entrar.

Quiero penetrar en tu interior,

Mirar a mi alrededor,

Aspirarte como un soplo.

Vete –dice la piedra –.

Soy impenetrable.

Esta es la dialéctica entre el poeta y la realidad. Mientras él trata de ingresar en esta para explorar, ver, conocer, aquella acerroja toda puerta, ventana o visillo para no dejarnos penetrar. De modo que hacer poesía es de cierto modo ejercer violencia, si bien suave y generosa, sobre un ámbito que nos refuta el acceso. De aquí la versatilidad asuntiva de un poeta, pues en su intento de meter cabeza por uno u otro intersticio va divisando, vislumbrando, casi adivinando, el interior de la dura piedra de la realidad.

 

No obstante, hay dos poemas con los que quiero cerrar este elogio más que elegía. En ellos se percibe la mirada sensible, nada presuntuosa, pero centralmente humana de la poetisa. El primero es «Gente en el puente».  A partir de un grabado del artista japonés, Hiroshige Utagawa, la poetisa nos propone una reflexión sobre el hombre y su relación con el entorno y la elusión del tiempo.

Raro planeta y rara es la gente que hay en él.

Sucumben ante el tiempo, pero no quieren reconocerlo.

(…)

Se ve un puente sobre el agua y gente en el puente.

(…)

Todo esto se resume en que no ocurre nada más.

(…)

La canoa navega silenciosa.

La gente corre apretada en el puente…

(…)

Este no es ningún cuadro inocente.

Aquí se ha detenido el tiempo.

(…)

Aquí sucede en buen tono

la alta autoevaluación del cuadro,

fascinarse y emocionarse con él por generaciones.

(…)

Por un camino sin fin, eternamente por recorrer

y en medio de su arrogancia creen

que así es la realidad.

Varias son las incitaciones de sentido que afloran en su lectura. La vida se cumple como una rutina de trivialidades, así como las que vemos en el cuadro. Insinúa el intento del artista y de los que admiran su arte por fijar lo amable del tiempo. Expone la evaluación de la superioridad de la representación al desgaste de la realidad. Y, por último, nos descubre esa lectura donde nos arrellanamos para sentirnos cómodos y divaguemos del yo sé antes que reconozcamos el no sé. Creer que entendemos, que dominamos, que nos sobreponemos a la realidad, nos hace sentir en control, vencedores sobre las vicisitudes de lo finito. Este texto es altamente revelador de la variedad de indagación vital y trascendente que propone la poetisa.

 

La poeta  descree de las acciones y pensamientos que resultan de lo multitudinario. Reniega de lo que resulta de la masa y lo masivo. No es que desdeñe a sus semejantes ni rechace la comunión social. Es que considera que en la muchedumbre se regenera el espíritu de la manada. Esto potencia una acumulación de ignorancia, idiotez y mezquindad, derivada de no haber cultivado lo esencial del individuo humano, que estalla en las peores infracciones, ultrajes y violencias.

En otro texto se observa más explícitamente esta anomalía del hombre y su indefectible estupidez aniquiladora. Así expone en «Final y principio»:

Después de cada guerra

alguien debe hacer la limpieza.

Así como así, el orden no se logra.

(…)

Alguien debe arrojar los escombros

a  un lado de la vía

para que puedan transitar

las carretas llenas de cadáveres.

Alguien tiene que atascarse

en el fango y la ceniza.

(…)

Esto no es fotogénico

y requiere años.

(…)

Hay que volver a rehacer los puentes

y las estaciones de nuevo.

(…)

Aquellos que sabían

de lo que aquí se trataba,

deben ceder el puesto

a los que saben poco.

En la hierba que parió

causas y efectos

alguien debe yacer

con una espiga entre los dientes

y mirar absorto las nubes.

Es precisamente ese ancestral espíritu de la manada el que se posesiona de los hombres y los empuja a imponerse, despojar, aniquilar al otro. Es la tensión motriz de las guerras. El hombre, que en su inteligencia roza lo sagrado, en su idiotez desciende a lo bestial. Entonces una y otra vez debemos recomponer los destrozos de nuestras juergas, cuando henchidos de soberbia y violencia, vamos cuchillo entre los dientes a desangrar al prójimo. Unos mueren, otros viven para devolver las cosas a su apariencia de normalidad. En ese lapso de arreglar y desarreglar, al parecer no sucede nada, nos repetimos. Y en el mismo sitio donde hirvió la sangre y floreció la guerra, un ser enamorado de la vida mordisquea una espiga que se nutrió de los fermentos del odio. Esa imagen final idílica es engañosa, pues nos hace olvidar que sobre ese ser ensoñador pende el azar de otra espiral de bestialidad. Así vamos andando, entre escombros, limpiezas y ensueños. Transcurrimos pero no superamos, parece decirnos la poetisa.

 

Por supuesto que la magnitud expresiva de un poeta evade todo intento presuroso y sucinto de revelarlo. Estas líneas son solo leves señas nacidas más de la vocación y la simpatía que de una comprensión cabal. La obra de un poeta –de uno en verdad como es el caso – es un vasto océano donde nos zambullimos infatigablemente sin que logremos traer de regreso en la mirada todo lo que en su fondo respira y se mueve.

Con la sencillez que vivió, escribió y aceptó su destino, así quiso ser recordada:

Aquí yace, anticuada como la coma,

la autora de algunos versos…

(…)

Tampoco hay otra cosa mejor sobre la tumba

que estas rimitas pobres, lampazo y lechuza.

Caminante, saca el cerebro electrónico de tu cartera

y medita un instante sobre el sino de Szymborska. («Sepultura»)

Así le tendremos presente, con la fuerza imprescindible de lo elemental. Cuando un poeta muere poco valen elogios o  lamentos. Se impone el mejor de los homenajes, recorrer de nuevo sus textos. Allí queda su médula fértil, lo que lo salvará en el tiempo a través de la sucesiva memoria de las generaciones. La aventura intelectual por los textos de la Szymborska es un reto a descubrir nuestros propios no sé y desde ellos iniciar el arduo, pero hechizante ascenso a lo inexplorado.

 

Manuel García Verdecia, Holguín, 5 de febrero de 2012
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29 de Enero, 2012 · General

Tomás Segovia, de lo inmortal

 

Manuel García Verdecia

 

 

La llamada fue precisa como un corte cirujano. Había muerto en México Tomás Segovia. Me quedé helado, farfullando obscenidades contra el destino. Era un justo, un iluminado y por si fuera poco un poeta esencial. Se cortaba una amistad que habíamos labrado en una correspondencia afectuosa de años, desde que lo conociera en México en 2006. Nos conectaban intereses seminales: la poesía, la traducción, los devaneos de la política y el destino del hombre en el mundo contemporáneo, asuntos estos que había analizado puntual e inquietantemente en sus ensayos. La infausta noticia me convoca a publicar las notas que siguen, las cuales formarían el prólogo a una selección de su poesía que elaboré con él y que aún aguarda ver la luz.

 

La vida, que siempre ordena las cosas con su misterioso proceder, quiso que en 2006 fuera yo invitado al Encuentro Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer, en Villahermosa, Tabasco. Allí, entre otros poetas cardinales, conocí al autor valenciano de origen. La aproximación fue como casual, aunque no lo era pues ya lo observaba de lejos, sobre todo porque acababa de recibir el Premio Juan Rulfo y porque, además, siempre se hacía acompañar de la bella y excelente poeta María Baranda. Charlamos sobre trivialidades en el ómnibus que nos conducía a los lugares de lectura. Para colmo de goces, los organizadores me habían planificado leer junto a él en predios de la Universidad Olmeca. Al final tuvo palabras estimulantes para mí, insinuando que su poesía no había impactado. Lo animé. –Maestro, le dije, es que yo fui pícaro y leí cosas menores y usted leyó poesía de verdad. Su sonrisa selló la relación.

 

Había pensado, por todas las menciones que se hacía a su obra, por autores como Octavio Paz, que sería alguien impermeable a los afectos y hermético al diálogo. Todo lo  opuesto. Me encontré con un señor más bien tímido, que esquivaba oportunamente la alharaca de la vida literaria. Accedía solo a conversar en pequeños grupos, dos o tres personas, con palabra escueta, casi medida. Alguno confundió su actitud con orgullo. No me dejé sofocar por una valoración externa que me encallara en algún prejuicio. Me le acerqué para decirle que me había gustado lo que leyó. Después siempre traté de encontrarlo y hablarle. Nada teje más lazos que la abierta y decidida intención de amistad, cuando obviamente no la mueven otros intereses que la simpatía. De manera que una mañana tuve la sorpresa de ver acercarse a Tomás con tres de sus libros dedicados para mí.

 

Luego del Encuentro, proseguimos la relación por correo electrónico. Así, infrecuente pero persistentemente, hemos estado estos años en contacto fiel. Hemos hablado principalmente de la vida y de las circunstancias horripilantes que han ido creciendo en estos años. Y por supuesto de su obra. Quise contribuir a que el lector prójimo tuviera acceso a algunas voces que no se escuchan como debe ser. Logré que Ediciones Holguín me permitiera reunir una muestra de destacados poetas iberoamericanos poco conocidos en Cuba. Recabé la autorización de los poetas que pensé podían integrar esa muestra. Todos, sin hesitación alguna, accedieron a la idea. Aquella muestra estaba enmarcada, como un paréntesis guardián, por dos polos altísimos: el vivísimo poeta brasileño Ledo Ivo y el poeta hispano-mexicano Tomás Segovia.

Específicamente este, al responder a mis requerimientos para poder publicar sus textos me contestó: «Por supuesto puede usted publicar todo lo mío que quiera. La “propiedad intelectual” siempre me ha parecido una aberración, y he escrito más de un ensayo sobre eso.» Estas palabras suyas ya apuntan al sentido de su ética. Fue así que pudo salir el tomito, Más que el leopardo, que es sobre todo un acto de solidaridad poética.

En el prologuillo al libro dije de Segovia:

«Tomás Segovia es poeta esencial. Sus textos van desasidos de historia y circunstancias inmediatas, ya que “bajo ese espesor vamos siempre desnudos”, es ese cuerpo a piel limpia el que trata de reflejar el poeta. Hábil en animar los más sutiles pensamientos y estados de ánimo, los asume y expresa como seres con vida propia con los cuales dialoga. La palabra pulida, pulcramente colocada como piedra inca, sirve para establecer el universo de lo bello. Las estaciones, la lluvia, el cielo, los ocasos, el viaje, “el inmortal deseo de vivir”, son asuntos circulantes. Los elementos de la naturaleza entran en comunión pero no como en el caso de los románticos, como reflejos especulares del temperamento del poeta, sino anexándoles estados anímicos propios. La belleza es una realidad y tiene su vida propia. El poeta, en estado whitmaniano, se siente su parigual y conversa. La materialización de ese rapport es el poema.»

 

Tomás es un hombre –no puedo hablar de él en pasado– sin ínfulas de poeta. Primero que todo porque es un poeta. Y también porque sabe que sus tratos son con algo más trascedente y enriquecedor, el misterioso acontecer de la existencia. En un mensaje me decía, «Yo siempre sentí que yo no jugaba en la cancha de “los poetas”, las “grandes figuras” y los “consagrados”. Siempre he sido un señor particular que hace versos en los cafés…» Y es así porque, para este señor que un poco necesita el ruido del café para escribir –que es como decir sentir la vida trajinando –, la poesía viene a ser como una adivinación, un encuentro con algo más allá de definición o apresamiento lógico. Es así que en el aire, las horas, los objetos, los cuerpos, el clima, las presencias que nos envuelven y acogen todos los días, una y otra vez sin reposo, el poeta se asoma y busca lo que alimenta, sostiene y dignifica todo.

 

De aquí que ame las claridades, no solo en la expresión sino en el ámbito adonde alza a sus ojos. Al leer sus textos, notamos que asiduamente se refiere a lo cristalino, lo límpido, lo desnudamente frío. Es consciente de que la claridad es siempre engañosa, lleva más sustancia de cuanto creemos. Toda transparencia encubre algo inefable. No se necesita lo caótico y oscuro para cruzar arduos dilemas y enigmas. La propia claridad es paridora de ellos. Así queda evidenciado en un breve poema (“En vida mía”). Primero describe el ambiente donde se halla: «Este límpido frío vivo/Esta luz blanca y centelleante/Y este leve orden claro». Luego precisa cómo, en ese espacio de nitidez, percibe el estímulo de vivir, ya que allí: «Se rebulle desierta la de siempre/ La dichosa emoción engatusada». Al fin, los misterios latentes en la transparencia pueden ser más incitantes, pues se ocultan en su propia visibilidad.

 

 Y esta claridad por supuesto que se transfiere al texto, a su escritura. Una cualidad persistentemente franca en la poesía de Tomás Segovia es su legibilidad. Las vanguardias y la posmodernidad bien se sabe han convertido muchos de los textos poéticos en verdaderos acertijos cuando no en códigos cifrados, distantes galácticamente de una lectura sin ayuda metatextual. El acto de leer ha devenido un descifrar. Por el contrario, Tomás prefiere la palabra precisa, desnuda, y debidamente estructurada, de imágenes justas y sin excesos metafóricos. No juega a enturbiar sus hallazgos con fanfarronerías líricas ni mucho menos con enmascaramientos simbólicos. La suya surge de la voz que se esfuerza por apresar y transferir, lo mejor posible, eso que se da en el silencio y que es huidizo a toda fijación definitiva. Sabe que cuando se tramita con algo verdaderamente hondo y esencial, ya esto en su médula porta su enigmática ambigüedad y distancia conferidas por el vértigo complejísimo de la vida.  A él se podría aplicar una frase tomada de En la belleza ajena en la cual el poeta polaco Adam Zagajwezki enuncia: «Los buenos poetas envuelven lo desconocido en lo conocido. Los malos dan en la superficie lo desconocido.» No resulta fortuito que el poeta se considere distante de toda invención, se perciba mejor como un traductor –oficio que, además, ejerce con excelencia. Es alguien que halla un texto en las difusas claridades del universo y lo reescribe en otro lenguaje para volverlo legible a sus coetáneos.

 

Hay una pieza que constituye toda una detallada y puntual confesión de su personal modo de concebir el poema. Me refiero a “Ceremonial del moroso”. Aquí declara esa morosidad que se enreda en el silencio, en el acto de descubrir, de paladear el sentido en su forma aún no anunciada, antes de convertirlo en palabra. Sabiendo del peligro que conlleva toda palabra pues, una vez articulada, cristaliza y, por esto, engaña ya que reduce las aristas de sentido. El poeta duda al articular porque sabe de su responsabilidad en hallar la voz más flexible para fijar algo fluyente y mutante. Es la paradoja del poema: decir lo indecible, concretar lo intangible. Decir sin congelar mortalmente. Como dice: «Es la impaciencia del decir/ La que silencia todo en torno suyo». Se refiere al apremio de los torpes enunciadores por tener palabra antes de tener sentido. Es un poeta lógico mejor que locuaz. Se cuida de proferir palabra, de apresar en verbo y, cuando lo hace, lo asiste la pulcritud que bebe del mundo, de ese inefable que tira de su voz. Y esa pulcritud va asistida por cierta latitud de viveza, de respiración y movilidad. «Nada he nombrado en nombre del nombrar/ Sino ceremonialmente en nombre del llamado». El llamado, esa convocatoria de lo vital, desde donde crece todo sentido y toda magnitud de importancia. Es así que de este respetuoso y admirado acercamiento alcanza lo cristalino de su escritura.

 

El deseo es un elemento central en la poesía de Tomás Segovia. El deseo entrevisto como un valor humano. El poeta ha declarado: «El hombre es obra del deseo». No lo concibe como una mera ansia de satisfacer oscuros impulsos ventrales  en lo inmediato. Entrevé el deseo como el impulso del ser a complementarse siempre en un más allá. Surte de la aspiración de conquistas en la naturaleza y el sueño. Germinan en la infatigable inquietud por sobrepasarse, bien sea en el yo, en el cuerpo otro, en el entorno circundante, o en los espacios intergalácticos. En el deseo ve el poeta la fuerza que nos catapulta a la búsqueda y la insistencia en un rumbo de vida. «Sólo el deseo sabe tender el arco/Y sólo volverán a silbar tus venablos/ Si aún sigue palpitando en ti tu Ítaca». El hombre es en el mundo, según el poeta, por ese pálpito que tira de él y lo hace enfrentar contingencias y vencer obstáculos, pues es esa nostalgia de lo posible inconseguido lo que alimenta la vida. «Luchamos siempre así justificados/ Con todo lo inmortal que ulula afuera/ Y que el vivo deseo de nuestra vida misma/ Sostendrá siempre en vida». De cierta manera ser poeta es dar cuerpo y voz al deseo, a ese anhelo de apresar las formas de lo inefable.

 

Es la suya una poética de la sensibilidad sutilizada por la inteligencia. Poesía de ideas sensibles. Imágenes traslúcidas (¿tras lo lúcido?). Al leer sus textos nos percatamos de que la elegancia y el ritmo del discurso no dejan de reflejar un razonar. Sus imágenes son superlativamente lógicas antes que visuales, táctiles u otras. Se sabe que la palabra ya es en sí imagen, al potenciarla en su acontecer con otras para dar cuerpo a un pensamiento, ascienden al fulgor metafísico: «Hemos subido aquí a callarnos/ Más cerca de las nubes pálidas/ Y de su manso frío/ Plantados en la loma solitaria/ Reconfortados frugalmente/ En una escueta solidaridad/ De fuertes matas serias/ Y de vastas espaldas de grandes rocas francas/ Nos asomamos desde todos los niveles/ De los tiempos vividos y soñados/ A la inmensa llanura acostada en el fondo/ Del gran silencio de los mundos». Poesía alejada de patetismo, de cualquier manifestación de sentimiento externa y fácil, constantemente apela a lo más fino de nuestra capacidad intelectiva para el paladeo de lo ofrecido. Dominada de una lógica invernal, es decir de pulidas claridades puras, espaciosamente razonadas, no es ardua por la forma de decir sino por el constante referirse a un más allá indefinido y escurridizo a nuestras percepciones, un distante destello que abre mundos tras la cercana claridad del aire.

 

El tiempo es un elemento consustancial de tu poesía. No es solo las coordenadas de pasado, presente, futuro. Es su esparcido y reiterado ser. Tiempo que es  un espacio inabarcable. Tal vez por eso su iterativa referencia a las estaciones. A lo largo de su poesía, como ellas mismas en su circular, se repiten poemas a estos ciclos temporales. Hay una cierta noción de un tiempo esencial e incambiable, un tiempo genitor, anterior y fuera de cualquier temporalidad. Tiempo que es un espacio inacabable e inmutable a pesar de todo el afán que en él rebulle cíclicamente. «El tiempo se ha evadido/ Sólo para rondar su casa/ En su paseo ensimismado/ Cada etapa nos vuelve siempre a ella/ Por fin tranquila y lejos/ Para ser ella misma/ Ausente en nuestra bella distracción/ Y fuera de propósito cada vez encontrada.» Un tiempo que aunque se mueve queda ileso, siempre el mismo, como a la espera del suceder. «Acabo de estar horas o edades o minutos/ Tratando de entender quién era un pino/ Ante el cual me senté sabiendo con certeza/ Que me había esperado allí toda la vida».

 

Tal vez relacionado con esto hay una actitud nada definitiva. No se aposenta en un término categórico. Más bien lo definitivo es la ambigüedad o, mejor, lo paradójico. Constantemente la dicotomía se resuelve en paradoja. Así, en la presencia de la belleza que se explaya en lo natural, el poeta se pregunta cómo hacer para ser en ella y no perderla. Entonces se responde: «Sin querer otra cosa que querernos más/ Pero pidiendo siempre/ Pidiendo sin descanso aquello que es ya nuestro». ¿Cómo pedir lo que ya pertenece? Misterio de las cosas que nos rebasan y no se aquietan. Es nuestro por cercanía pero no en su infinitud. Pedir no para poseer sino para no dejar de alabar. Igual sucede en la presencia de las transparentes alturas inalcanzables. Allí se ve un ave que se mueve como sin moverse. Encuentra la voz poética un símil de nuestro discurrir por la existencia: «así es como avanzamos/ Siempre tan cerca del deslumbramiento/ Sabiendo que jamás será avanzando / Como lo alcanzaremos». Avanzando no se avanza en ese tiempo-espacio insondable. Es con otro tipo de travesía, otra forma de penetración. El mundo es entendible porque no es entendible, alcanzable por inalcanzable, efímero por intemporal. La condición del ser es su dialéctica paradojal.

 

Esa magnitud inmutable e inacabable del tiempo se asocia con la constante permanencia de la vastedad espacial y sus elementos. Su poesía siempre está en comunicación con el entorno natural. La intemperie, el abierto, los montes y huertas, el cielo, las infinitas claridades espejean en su obra. Son la página en blanco donde se deletrea el poema de la existencia, las sensaciones que mueven los más complejos y hondos pensamientos. «No es que hable yo dentro de mí/ Es que la vida y yo con ella en su intemperie/ Hablamos fuera». El diálogo con la intemperie es una suerte de anagnórisis, de identificación con el resto de las cosas. No son estas para el poeta fríos e inermes objetos o dimensiones. Son criaturas que hablan, contestan, interrogan, informan, cuentan al poeta. Tal vez invirtiendo los términos del axioma poético de Fina García Marruz, en la suya encontramos con una búsqueda de la “intimidad de lo externo”. Así lo ve el poeta, «Los antiguos maestros nos mintieron/ No está en nuestro interior el interior/ Lo interior es la luz que no tenemos/ Sino que ella nos tiene si nos tiene.” Esto es consecuente con quien ha descubierto que “Siempre habrá más espacio que mirada».

 

Tal vez de esta convicción dimane la apelación abrumadoramente mayoritaria a un recurso que transmite esta suerte de panvitalismo. No resulta fortuito que sea la prosopopeya figura muy visible y reiterada en sus textos. El tiempo es otro ser que desconoce al curioso poeta: «Qué poco debe el tiempo/ Esperar ya de mí/ Para ya no pararse nunca/ A mirarme a los ojos». O el camino por donde se adentra este en los días se torna compañero de viaje: «A veces me parece mientras marcho/Que todo este camino recorrido/…/ Se pone también él calladamente en marcha/ Y que avanza a mi lado pero absorto en sus cosas». Y el verano se levanta como un niño remolón ante el poeta atento: «También el machacón verano duerme/ Y cuando empieza a clarear el cielo/ En su semiceguera neonata y pasmada/ Sobre su peso muerto corretea despierto». Esta continuidad hombre-intemperie es tal que en un momento el sujeto deviene también naturaleza: «Vamos la lluvia y yo por nuestro mundo/ También soy yo una lluvia/ Van lloviendo en la tierra mis miradas/ Que la empapan también y la fecundan». Hay aquí un dejo whitmaniano, ese ser que se eleva desde la brizna de hierba hasta el espacio cósmico como un componente fraterno más en solución de continuidad vital.

 

La poesía de Segovia es antidogmática sin dejar de tener credo, antisectaria sin rechazar tomar partido por la honestidad vital, sin moralina sin evadir lo ético,  acendrado en lo más sensible de lo humano. En el año 2000, su “Honrada advertencia”, nota con que presentaba los textos de Resistencia. Ensayos y notas 1997-2000, hacía explicito elementos de su convicción intelectual que se traslucen en su hacer poético. Allí clamaba con tono profético, «me parece que nos estamos acercando muchísimo a una crisis en la que va a ser inevitable revisar muchas ideas (…) Cada vez son más, y más coherentes, las dudas sobre el modelo de sociedad que hemos estado tratando de aplicar, y sobre todo, diría yo, sobre el modelo de ser humano que hemos dado por bueno (…) Mientras tanto sigo creyendo que un pensamiento que aspire a alguna lucidez y honradez no puede tomar otra forma que la de la resistencia». Una mirada a las noticias del mundo no hace más que confirmar subrayadamente los juicios del poeta.

Esas dos voces que invoca, lucidez y honradez, han sido norte y sur de su ser en la vida y la poesía. Por eso, su pensamiento apuntaba a una visión de alta valía humana que debía ganarse por la instrucción, por la obra de los verdaderos poetas y por la fuerza del espíritu. Así caracterizaba lo deseado: «un mundo donde los libros abunden más que los nintendos, una idea valga más que un gol, una gran obra de arte importe más que una gran fortuna, entender a otro dé más gusto que venderle algo, pensar satisfaga más que ganar, o incluso (colmo de los colmos) la justicia se enfrente a la riqueza». En acto y palabra resistió –vocablo al que apelaba – los embates del grosero consumismo y la estupidización generalizada en pos de aquella postura que lo sostuvo.

 

¿Qué más decir de este amigo y poeta de ley que ya se ha fundido con su amada luz? Los datos del autor, esas cifras triviales que gustan a periodistas y profesores, se encuentran en cualquier enciclopedia de las tantas que hay. Su mejor biografía está en su obra. Tal vez añadir que el poeta, que naciera en Valencia, el año en que se daba a conocer una importante generación de poetas, 1927, fue expulsado con espada llameante de la tierra de su nacimiento por los triunfadores de la Guerra Civil. Esto lo obligó a vivir entre dos mundos. De modo que la condición de exiliado, de autor entre dos ámbitos, no deja de espejear persistente en su poesía. Pero esa condición, pienso, que lo ha dotado con una singular percepción donde, sin dejar de ser un zoon politikon, ni renunciar a lidiar con lo que considera impropio e injusto, ha estado filiada, más que a un ala u otra de pensamiento, a una medianía fijada por su honradez y su simpatía por el hombre. Esto es fundamental en su obra y su persona. Su sensato, apasionado y definitivo humanismo. Lo demás es poesía donde todo él queda. | Manuel García Verdecia, Holguín, Cuba, 12 de noviembre de 2011.
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24 de Enero, 2012 · General

Poeta de encrucijadas

 

KAVAFIS Y SU LECCIÓN POÉTICA

 

 

El griego Constantino Kavafis es un poeta de los que deben acompañarnos siempre. Lo es por todas las razones que pueden cultivar un poeta esencial. Sin embargo quiero destacar básicamente dos de ellas. Una es el dominio sostenido de lo exactamente poético. Esto no se refiere al tema o al uso de un determinado lenguaje. Es algo más sutil y raigal. Tiene que ver con la mirada, la aproximación, la intención descifradora que halla y exhuma lo de interés humano que está agazapado tras lo familiar rutinario. La segunda está dada por el control estricto sobre el arte para componer sus poemas. No me refiero a teorías ni teoremas sino al sentido que dicta la intuición de cómo debe expresarse lo que se siente. Siempre he pensado que la tarea primordial del poeta es encontrar su voz. Tiene que esforzarse por escuchar, entre el coro de lecturas y contaminaciones inmediatas, su propio timbre. Una vez que localiza, define y afina su voz, ya logra la manera que lo distingue.  

 

Cavafis fue un poeta de encrucijadas. Nació de padres griegos en Alejandría, una vez importante centro de la cultura helenística, creció en Inglaterra, vivió en Constantinopla, viajó por Francia y Grecia, de modo que conoció el contexto cultural grecolatino. Reúne en sí mismo lo permanente de una cultura hereditaria y lo versátil de la influencia cosmopolita. Desanduvo el mar y los interiores de la geografía mediterránea. Tal vez por esta circunstancia se abre esa mirada suya desprejuiciada, de amplios horizontes y siempre inconforme con lo recibido, decidida más bien a construir su propio ámbito existencial. Su concepción de la vida era absolutamente personal y se erigía a contrapelo de costumbres y clichés. No admitía la visión histórica consabida, tampoco aceptaba la entronización de un cristianismo ortodoxo que desechara los valores del antiguo paganismo, desafiaba la ética sexual convencional, rechazaba la estrechez de miras del nacionalismo y el patriotismo que manca lo vario ecuménico. En fin, era un humanista demócrata en lo más depurado de la prístina acepción helénica.

 

Varias son las lecciones que puede transmitirnos la obra del autor alejandrino a los poetas actuales. En primer lugar, nos brinda esa sensatez de ir más allá de escuelas y modas para hallar la expresión que se impone al tiempo y las eventualidades. En segundo lugar, nos muestra la utilidad de huir del histrionismo literario, esa pompa hueca que se consume en sus propios humos. Más le interesaba irse al mar en compañía de hermosos jóvenes que sentarse a campanear sobre lo que escribía. Necesitaba encontrar el latido de la vida que se palpa por la experiencia de los sentidos. Y finalmente, para abreviar, considera la virtud de la poesía como una forma de entender y ser en el mundo más que un ejercicio de pedantesca infatuación para inundarlo de cacofónicas páginas.

 

Para Kavafis publicar no era una necesidad principal, sino comunicarse con sus semejantes. La mayoría de sus poemas los imprimió en volantes que regaló a sus amigos. Premios y condecoraciones jamás lo atrajeron. El poema era un modo de cifrar su pasión por la vida. El volumen de su obra no rebasa los doscientos y tantos textos, hasta donde se conoce. No obstante, en ese escueto cuerpo escritural, hay tal densidad, variedad y hondura de significaciones permanentes para el ser humano, que lo convierten en territorio de necesarias revisitaciones y reiterados descubrimientos.

 

En la poética de Kavafis son visibles ciertas constantes expresivas. Sin el objeto de ser exhaustivo (¡líbreme Dios de tal soberbia!) repasemos algunas de cardinal interés. Destacaría en primer lugar la armonización que el poeta consigue entre lo sensitivo y lo reflexivo. Hay algunos criterios que apuntan a la poesía como una obra que mana ante todo sentimiento. Otros consideran que es un tejido principalmente de conceptos esenciales. Sin embargo, pienso que todo buen poeta logra ambas cosas, transmitir ideas y mover los sentimientos. Quizás lo que varíe es el modo de conseguirlo. Mientras unos llegan a la idea a través de imágenes emotivas, otros alcanzan la emoción por el impacto deslumbrante de sus ideas. En Kavafis se da esa rara armonía donde lo sensual de las imágenes, muy concreto y preciso, siempre es portador de ideas que nos deslumbran. Véase el poema «Cirios» (empleo en todos los casos las versiones del poeta José Emilio Pacheco, que me parecen esmeradas, publicadas en El oro de los tigres III, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2011) que en otros casos se traduce como «Velas»:

 

Como hilera de cirios encendidos,

cirios dorados, cálidos, vivaces,

se alzan los días futuros.

Los días ya pasaron son en cambio

triste hilera de cirios apagados.

Siguen humeando aún los más recientes

cirios que se derriten y se encorvan.

Miro ante mí los cirios que llamean.

Me niego a contemplar para mi horror

a qué velocidad crece la hilera,

cómo aumentan los cirios ya extinguidos.

 

Obsérvese que solo hay dos imágenes lógicas, o sea razonamientos que refuerzan las imágenes visuales: Los días ya pasaron… y Me niego a contemplar para mi horror… Todo lo demás se arma a partir de la metáfora extendida de los cirios que se encienden y apagan. Ahí se encierra la meditación sobre el tiempo, su fugacidad, el peso del pasado y la incertidumbre del futuro, entre otras posibles disquisiciones.

 

Otro elemento constitutivo del orbe creativo de Kavafis es la vinculación de lo histórico con lo personal. La historia es un sustrato proteico para el poeta en tanto que proporciona imágenes y metáforas que agilizan y solventan eficientemente la creación de sentidos. Este poeta se enraíza en un ámbito donde lo griego y lo egipcio, primero, proseguido por lo romano y lo turco, conforman ricas coyunturas históricas. Kavafis se aprovecha de ellas para presentar sus visiones particulares, en que lo humano y lo ético incluyen también lo político y lo subjetivo. Muchos son los textos donde se aprecia esta conjunción. Un buen ejemplo es «Al regresar a Grecia». Aquí se vislumbra la peculiar situación propia del autor. Dos filósofos, en el barco que los devuelve a Grecia, ante la euforia del capitán por la cercanía de la patria, establecen ciertos reparos. No se dejan ganar por la estricta visión de una cultura única sino que matizan sus sentimientos. No quieren negar una realidad mayor.

 

Somos griegos también,

pues ¿qué otra cosa

podríamos ser?

Pero con gusto y sentimiento asiático,

un gusto y un sentimiento

a veces repugnante al helenismo.

 

Recuerdan cómo se reían de los dignatarios que los visitaban en la escuela, mientras intentaban ocultar su matiz oriental:

 

Qué cómico artificio usan los muy idiotas

tratando de ocultarlo.

Pero eso no está bien para nosotros.

Ante griegos como nosotros ese tipo

de pequeñez no sirve.

No debemos estar avergonzados

de la sangre de Asia en nuestras venas.

Debemos por lo contrario honrarla

y gloriarnos en ella.

 

El poema, que también visibiliza el balance entre lo sensible y lo racional, no solo expone la aceptación de una verdad histórica, el elemento de transculturación que se dio en esos pueblos. También hace patente el rechazo del autor a estrechos nacionalismos y modos usuales de ensalzar cierta cultura en detrimento de otras.

 

Un componente destacado y atractivo de la escritura de Kavafis es la limpidez del discurso. El poeta se atiene a un mínimo de recursos expresivos, lo cual no deja de derivar de cierta influencia oriental. Esto es una gran enseñanza para una parte considerable de la poesía occidental que es a veces abrumadoramente locuaz y retórica más que elocuente y sugestiva. Los poetas a veces nos entusiasmamos con un motivo o idea y empleamos una multitud de imágenes para concretarla, sin añadir nuevos matrices sino solo reiterándola hasta el cansancio. Kavafis nos mete en el asunto con pocos detalles y con el uso de las voces precisas. Nunca se desborda por el gusto de las palabras o imágenes. Tiene un control estricto sobre ellas. Muchos han hablado de pobreza metafórica. Diría más bien conciencia de la medida eficacia de imágenes y metáforas. De entre muchos escojo un poema emblemático, «Ventanas»:

 

En estas tenebrosas habitaciones

paso días de opresión

y voy y vengo

en busca de ventanas.

Cuando se abran

será un consuelo enorme.

Pero no las encuentro o no hay ventanas.

Acaso es preferible no encontrarlas.

La luz será una nueva tiranía:
Quien sabe cuántas cosas va a mostrarme.

 

Compruébese que la sencillez de expresión y la parvedad de elementos no restringen la potencialidad de connotaciones. En este texto se verifica también cierto sesgo simbólico que el autor suele emplear. A fin de cuentas toda metáfora es un sentido que apunta a otro. Kavafis gusta de manejar determinadas referencias simbólicas solo para abreviar el reconocimiento de la situación humana que trata y exponer un significado del modo más iluminador.

 

Un aspecto que tiene que ver mucho con la asunción y manejo de la historia con fines expresivos es su gusto por la parábola. Numerosos poemas kavafianos adoptan esa forma de breve historia humana que ejemplifica una deficiencia de carácter, inteligencia o sensibilidad que no pocas veces conducen al hombre a la frustración cuando no a la aniquilación. Léanse poemas como «El rey Demetrio», «Ítaca», «Esperando a los bárbaros», «Teódoto», «Un viejo». Un ejemplo interesante es su texto «La prórroga de Nerón». Utiliza la figura histórica para exponer su visión de cómo no fiarnos de las subjetividades y considerar siempre el elemento azaroso de las circunstancias. El oráculo le ha dicho al tirano que se cuide de la edad de setenta y tres, de modo que como solo cuenta con treinta, pues se siente cómodo:

 

La prórroga

que el dios le ha concedido

es más que suficiente

para olvidarse de futuros peligros.

Así que se involucra en un largo viaje de placer:

Fiestas en el jardín, teatros, estadios…

Noches en las ciudades de Acaya…

Sobre todo el deleite de los cuerpos desnudos…

 

Sin embargo, el exceso de confianza derivado de una interpretación errónea de los hechos lo pierde. Como en todo símbolo, un augurio hay que leerlo en su duplicidad.

 

Eso cree Nerón. Pero, en la Hispania, Galba

en secreto reúne y ejercita sus tropas.

El viejo Galba

que ya hace tres cumplió los setenta años.

 

La ironía hace cumplir el augurio en el sentido insospechado.

 

Sucede que Kavafis apela a la ironía  la ironía para destacar cómo lo humano no siempre depende solo de la propia voluntad sino del azar de circunstancias que se tejen. Estas pueden estar determinadas por el destino, una mala interpretación de las circunstancias, una desproporción de intenciones o una torpeza del carácter. De cualquier forma, la ironía es como una forma de voluntad supraindividual que gravita determinantemente sobre nuestros actos. Es por ello que el poeta gusta de la estructura epigramática. En todos los casos enfrentamos esta intención de mostrar nuestras vanidades, estupideces o imprevisiones. Textos como «La satrapía», «Troyanos» o «Ventanas», evidencia esta modalidad. Véase «Termópilas»:

 

Honor a quienes en la vida que llevan

definen y defienden unas Termópilas.

Nunca traicionan lo que es  justo,

son coherentes y rectos en sus acciones,

pero muestran también compasión y piedad.

Son generosos cuando ricos,

lo siguen siendo en la pobreza

y dicen siempre la verdad

y no desprecian al que miente.

Aún más honor merecen aquellos

cuando prevén (como muchos prevén)

que Efialtes traicionará finalmente

y que los medos pasarán pese a todo.

 

Pues sí, a pesar de que haya seres virtuosos, a veces la historia la decide un mezquino. Por eso el honor se vierte, sobre todo, a aquellos que saben descifrarlos. Es un poco la visión del poeta que ve tras lo aparente.

 

El centro sustantivo de los poemas de Kavafis puede ser bien una experiencia sensible o una percepción moral que quiere hacer visible. Tal vez de ahí el carácter didáctico que leía en él Brodsky (léase su ensayo «La canción del péndulo»). Pero en Kavafis no hallamos el gusto por aleccionar del poeta didáctico, sino la añeja inclinación del aeda por compartir una idea que considera significativa y enriquecedora.

 

La lectura de los poemas de Constantino Kavafis constituye un ejercicio de hermoso aprendizaje. En ellos aprendemos humanismo, sensibilidad y belleza. O sea, lo que nos sostiene sobre el tiempo que incesante quema nuestros cirios.

 

Manuel García Verdecia, Holguín, 22 de enero de 2012.

 

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02 de Noviembre, 2011 · General

El Vuelo del Dragón y la obra de Manuel Martínez Maldonado

 

En las letras, desde Puerto Rico

por Carlos Esteban Cana

 

Ahora que recién publico la edición de En las letras, desde Puerto Rico dedicada a Olga Nolla recuerdo que la última vez que la escuché fue en el Ateneo Puertorriqueño. En esa ocasión la poeta compartía auditorio con Angela López Borrero (a quien conocí en el grupo Puertas) y con Manuel Martínez Maldonado. Si no me equivoco, Martínez Maldonado conversó esa noche acerca de su novela Isla Verde.

 

Después supe de Manuel cuando se le nombró Presidente de la Junta de Directores del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Y con el tiempo jamás imaginé que trabajaríamos juntos en la directiva del Pen Club de Puerto Rico, una integrada por Juan Antonio Rodríguez Pagán (QEPD), Mario Antonio Rosa, Ana María Fuster, Carlos Roberto Gómez, Martínez Maldonado y este servidor. Indudablemente, con uno u otro de los miembros de esa junta, antes y después, he tenido una relación estrecha. Pero en lo que se refiere a ese año y a ese grupo rector del Pen Club, fue Martínez Maldonado quien demostró más solidaridad y respeto hacia mi persona y mis iniciativas.

Fue Manuel Martínez Maldonado el principal arquitecto de la visita de dos personalidades de la cultura contemporánea española. Hablo de Luis Antonio de Villena, poeta de referencia generacional en la Península Ibérica, y que ha marcado toda una época dentro la poesía española de las últimas décadas del siglo XX, y Francisco Brines, poeta con una vasta obra de corte ontológico que gravita en torno al misterio de la muerte. Publicado por prestigiosas editoriales como Ediciones Cátedra, Brines recientemente fue galardonado con el Premio Reina de Sofía de Poesía Iberoamericana. Los eventos que se realizaron en torno a la visita de estos escritores, eventos que se efectuaron en diferentes partes de Puerto Rico -actividades en las que participaron algunos de los poetas nacionales más importantes- fueron los acontecimientos que mejor representan esa época del Pen Club de Puerto Rico (el otro podría ser el premio por toda una obra que se le otorgó en vida a la poeta Laura Gallego). Y como dije al inicio de este párrafo, fue Manuel Martínez Maldonado el responsable principal de la visita de Villena y de Brines a suelo boricua.

 

Después de esa época Manuel Martínez Maldonado viajó a los Estados Unidos para desempeñarse en labores ejecutivas en el campo de la investigación médica en la Universidad de Louisville. Reconocimiento que se le otorga a personalidades con una brillante trayectoria. Yo desconocía que Manuel Martínez Maldonado era un prestigioso nefrólogo con valiosos descubrimientos en su especialidad y colaborador consecuente en importantes publicaciones periódicas de la medicina. Tampoco sabía que fue crítico cinematográfico aunque alguna vez, cuando yo trabajaba en el Canal 6, pude verle en el estudio televisivo cuando se grababa un episodio del programa En cinta que conducía Rubén Ríos Ávila. 

 

He recibido siempre de Martínez Maldonado una cordial y genuina solidaridad. Recuerdo que entre los pocos comentarios que merecieron las primeras ediciones de este boletín cibernético (que ya hoy se reproduce en diferentes partes del planeta) siempre destacaron las palabras amables y entusiastas de Manuel. Hoy, por todo lo anterior, y con motivo de la publicación de su nueva novela, El Vuelo del Dragón, bajo el sello de Terranova Editores, En las letras, desde  Puerto Rico conversa con el amigo y escritor Manuel Martínez Maldonado. ¡Mucha salud para ti, Manuel! Mis respetos, siempre.


CEC: ¿Por qué un poeta como Tú se lanza nuevamente a la narrativa?

 

MMM: Mis poemas han sido en su mayoría experienciales, anécdotas de mi vida disfrazadas con la ficción que se elabora para hacer literatura. Aunque sobran los antecedentes en la poesía de todos los tiempos y de muchas lenguas, el poema épico se practica poco hoy día, y las historias que quería contar en El Vuelo del Dragón no son amenas a ninguna otra forma que no sea la novela. El amor se presta mejor para un poemario como lo es Novela de Mediodía (Cultural 2003, Verbum 2004), que cuenta una historia sin que se pierda la individualidad de cada poema. Por supuesto, escribí Isla Verde o el Chevy Azul (Verbum 1998), otro libro que, como esta nueva novela, fue de larga gestación. Aquella experiencia, me preparó para escribir este libro. Mi educación como científico e investigador médico me brindó los métodos  investigativos para el estudio del trasfondo histórico y político de la época en que se desarrolla la trama de El Vuelo. También influyó, para que ahora cuente historias largas, el querer que mi poesía esté más cerca de la “poesía pura” de Juan Ramón y dejar la “protesta” (toda novela es “una protesta”) para lo novelístico.    

 

CEC: ¿Cómo contrastas el proceso de redacción de la novela con la creación de tus libros de poemas?

 

MMM: Yo escribió los esqueletos de mis poemas a mano en libretas; en las libretitas promocionales que me dan en reuniones científicas, si la discusión de las conferencias me aburre; en la página en blanco de un libro que me ha dado una idea; en servilletas; en el plano de un museo; en el programa de una obra de teatro o de un concierto o una ópera; en mi Moleskin; hoy día, a veces en mi iPhone; etc. Me aseguro de guardarlos, pero los abandono por un tiempo y regreso a ellos a ponerles sangre y músculo, y, mucho más tarde, y más importante, a ponerles piel. Me refiero a ese proceso no siempre exitoso de buscar la palabra precisa y tratar de eliminar las superfluas.

La escritura de mis novelas ha sido más premeditada. La generación de notas ha sido más formal y estructurada. He construido bosquejos de la trama, he escrito guías y descripciones de los personajes, he construido árboles genealógicos y trascendencias familiares, y eso lo he ido enmarcando en la época, en la historia, con la intención de que el lector llegue al punto que comience a cuestionarse qué es verídico y qué es ficción. Además, por el hecho de que hay un trasfondo político importante en El Vuelo del Dragón, que presenta tanto las pasiones ideológicas que permearon con su combustible la llamarada de la guerra civil española, como las que incendiaron al Puerto Rico de la época de Winship, la persecución de los nacionalistas, y la creación del Partido Popular, he tratado de permanecer lo menos abanderizado posible. He querido dejar que sean los personajes los que armonicen con sus acciones y sus pensamientos sus creencias ideológicas y que le den ellos cuerpo a la trama.

Como te imaginas, ha habido mil correcciones y revisiones; muchos amigos han hecho sugerencias, lectores profesionales (correctores de prueba) y lectores apiadados han probado el guiso y han sugerido condimentos o encontrado ratas husmeando en algunas esquinas. Es un texto extenso e intenso, y, difícil. No por el lenguaje en sí, que me parece muy asequible, sino por sus complejidades narrativas y la ambigüedad ideológica que afecta a algunos de los personajes. Ha sido un proceso arduo, pero apasionante.     

      

CEC: Para beneficio de los lectores de este boletín ¿de qué se trata El Vuelo del Dragón?

 

MMM: Tal vez sepas que el modelo de avión que llevó a Franco desde las Canarias a Marruecos para comenzar la guerra civil española se le conocía como Dragon Rapide. De ahí el título de la novela y que el avión sea un leitmotiv en ella. Dos hombres que son cuñados, uno de izquierdas otro de derecha, están involucrados en las intrigas que se han suscitado en Madrid. Uno participa en el asesinato de Calvo Sotelo, el otro –desde el clandestinaje y la quinta columna- es responsable del sabotaje del polvorín de Lista, en el que mueren numerosos inocentes. Dado por muerto en el asalto al Cuartel de la Montaña por su familia, el derechista, conocido por su alias “Banderilla”, es perseguido por la policía militar. La pesquisa la encabeza su cuñado sin saber la identidad del saboteador. Por razones imperiosas, los principales huyen a Puerto Rico donde se involucran en la política de la isla antes y durante la militarización que en ella ocurrió en los años precedentes a la segunda guerra mundial. Aquí se codean con los gobernadores Winship y Leahy; y las masacres de Río Piedras y Ponce. Las acciones de Hitler y Franco, influyen en sus acciones. Una vorágine de intrigas, espionaje y muertes los sigue por el Caribe y los lleva a Cuba y a la Francia de Vichy durante la ocupación alemana, mientras sus vidas van uniéndose cada vez más con consecuencias sorprendentes

 

CEC: ¿Cuáles son tus influencias como escritor? ¿Desde cuando comenzaste a escribir?

 

MMM: Siempre he sido un lector empedernido. Comencé a leer cuando tenía cuatro años y lo primero que recuerdo haber leído es una serie de libros de cuentos de hadas (creo que venían de España) y el Billiken (una extraordinaria revista Argentina para niños, que aún circula). Los cuentos de hadas (letra grande; oraciones simples) eran orientales, nórdicos y germanos, y estaban ilustrados. Por motivo de esas lecturas y porque en diciembre de 1941 comenzó la guerra mundial contra Alemania y los japoneses, a los cinco años escribí un cuento de cuatro o cinco oraciones (que desafortunadamente se me ha perdido en una de mis mudanzas) sobre un vecino de Yauco en su primera misión como piloto. Era muy escueto y decía (según recuerdo) exactamente lo que había sucedido. Algo así como: Fulano, que vive a tantas casas de la mía y es el hermano de mi amiguita fulana, se fue de piloto, y los alemanes (pueden haber sido los japoneses, ya no recuerdo) tumbaron su P-39 (me aprendí los modelos de los aviones de la guerra y los podía dibujar; hoy recuerdo sólo algunos) y murió. Recuerdo que a sister María Caridad, mi maestra de primer grado, le pareció muy lúgubre.

Pero pasaron muchos años antes de que volviera a escribir algo que no fuera para la escuela. Leía las asignaciones y aprendía poemas de memoria (Rubén Darío, Llorens, Espronceda, Núñez de Arce) y cuando llegué a sexto grado descubrí las Leyendas de Coll y Toste y otras cosas que me daban a leer mi madre y mi abuela. Pero mi primera influencia, algo que hizo decirme “voy a escribir algo así” fue la Llamarada. Ya estaba en octavo grado y leía una lista ecléctica de material variado: La Sombra, Doc Savage, Perry Mason, Ellery Queen, Agatha Christie, comics, novelas “pornográficas”, que eran traídas de contrabando al vecindario por los chicos mayores de diecisiete, tales como La Piel de Curzio Malaparte y La Coquito de Joaquín Belda. Éstas las leía de prisa para llegar rápido a los pasajes salaces. Pero no tardó mucho para que cayeran en mis manos Azorín, Pérez Galdós, Hemingway, Fitzgerald, John O’Hara, que considero uno de los grandes cuentistas del pasado siglo, y, especialmente, J.D. Salinger, que me condujo a comenzar a escribir Isla Verde  (El Chevy Azul), que al principio se llamaba Anoche en San Juan, en 1961, y cuya influencia asoma en el libro de cuando en cuando. Cada uno de estos autores influyó en mí de forma distinta: Azorín por la belleza de sus descripciones, Galdós porque fue mi primer encuentro con la mezcla de historia y ficción en la literatura (no leí hasta después a Walter Scott y a Dumas), Hemingway por su precisión y la ausencia de sentimentalismo en su escritura; Fitzgerald por su estilo y su prosa conmovedora; y Salinger por su comicidad tan triste y real, y su conocimiento de las perturbaciones emocionales de un adolescente. Después, Cervantes, quien me alegro haber leído después de haber cumplido los treinta, Borges, Graham Green, Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes, DeLillo, William Kennedy, y, recientemente, Aira, Piglia y Bolaño.             


CEC: ¿Por qué escribir? ¿Tienes alguna poética?
¿Un ars poético?

 

MMM: No creo en tendencias del momento ni en “movimientos”. Creo en el deber del artista con su entorno y la sociedad, pero también creo que, a menos que no tenga grandes talentos y sea muy valiente, se debe de concentrar en expresar sus ideas a través de su arte. Mi “ars poética”, si así se puede llamar, es que puedo ser tierno o devastador, y que digo lo que tengo que decir y no me amedrento ante la opinión de muchos o de pocos. He decidido que escribir es una catarsis emocionante y cautivante. Entiende, por favor, que hago estos comentarios desde la perspectiva de un novelista que comienza su carrera, que es cómo me veo. Pero escribir es lo que haré ahora hasta que me muera.

 

CEC: Manuel, tú eres un escritor que se ha codeado con diversos escritores, algunos de la talla de Francisco Brines y Luis Antonio de Villena, quienes visitaron el País gracias a ti… Puedes hablarnos de eso…

 

MMM: Mis viajes como conferencista médico y presentador de mis investigaciones me han traído en contacto con mucha gente en muchos sitios. Pero le debo parte de mis amistades literarias a mi buen amigo Carlos Prieto (hay varios Carlos Prieto, todos familia y famosos, que incluyen un chelista, y un director de orquesta, que estuvo aquí en el Festival Casals, de 2006, si recuerdo bien) un nefrólogo español dedicado a los trasplantes renales, que no sólo es un gran aficionado a la música clásica (como sus primos), sino que es primo carnal de Carlos Bousoño. Con Prieto y su mujer fuimos mi mujer y yo a conocer a Vicente Aleixandre, en Madrid. Allí estaba Bousoño que durante treinta o más años visitó al Nobel casi todos los días. Don Vicente, que hacía poco había recibido el Nobel, fue un anfitrión generoso y de una dulzura indescriptible. Ambos leyeron mis poemas y me alentaron a que publicara; muchos están en La Voz Sostenida 1984. Don Vincente me regaló unos libros autografiados que siempre me acompañan. Mi amistad con Juan Ramón Jiménez fue motivo de conversación porque éste me había sugerido que me fuera a estudiar literatura a Madrid y que me daría una carta de presentación para Aleixandre. ¿Qué hubiera sucedido de haber pasado eso? Nunca se sabrá y, en realidad, nunca lo consideré.

 

De todos modos, la próxima vez que fui a Madrid Carlos Prieto me dijo que estábamos invitados a comer (almorzar) a casa de Bousoño, en las afueras de Madrid, y allí conocí a Paco Brines y a Luis Antonio de Villena. Nos hicimos amigos rápidamente y he seguido viéndolos cuando vistamos Madrid. En otra tarde memorable en casa de Bousoño, también conocimos al gran Claudio Rodríguez, un hombre de una sencillez asombrosa y un poeta del parnaso de la poesía moderna en español. Bousoño, Brines y de Villena vinieron a Puerto Rico dos veces, incluyendo, en el caso de los dos últimos, la vez que mencionas. El estupendo poeta Ángel González había sido compañero de escuela (en el mismo grado, según recuerdo) de Bousoño, y con esa introducción me carteé con González, a quien invité a San Juan y pasamos una semana deliciosa leyendo poesía y tomando Don Q y Barrilito. De paso, Bousoño, González y Rodríguez, han sido galardonados con el Asturias de Letras.  

 

Gracias a mi especialidad, también conocí a Jorge Guillen, quien al final de su vida sufría del riñón, pues fui a verlo con su nefrólogo (amigo mío) en su casa en Málaga. También he conocido a Antonio Colinas en Salamanca y, poco, a Luis García Montero, en Madrid.

 

Lo más importante de esas relaciones ha sido que todos (excepto García Montero; no tenía ningún poema conmigo en lo que fue un encuentro fortuito) leyeron mis poemas con entusiasmo. Me hicieron algunas críticas, pero también hicieron elogios de mi poesía. Los poetas tienen pocos lectores. Saber que uno cuenta entre ellos a poetas como estos es un gran premio para un chico de Yauco, Puerto Rico, que envejece.


CEC: ¿Tienes algún ritual en particular a la hora de acercarte a la página en blanco?

 

MMM: Trato de escribir todos los días, aunque sea una oración. Si no me sale lo que de primera intención era mi meta, me mudo de la novela a un poema, o viceversa. O me voy a algo ya escrito, y lo corrijo.

 

CEC: ¿Qué libros son importantes en tu biblioteca?

 

MMM: Tengo los libros dedicados por excelentes escritores que he conocido personalmente sobre mi escritorio. Además, vuelvo a ellos constantemente, particularmente en el caso de la poesía. No pasan muchos días en que no lea por lo menos una línea de Juan Ramón. Claro, están mis diccionarios y las gramáticas, que me desesperan.  


CEC: ¿Te ocupa en estos momentos alguna nueva creación?

 

MMM: Tengo 73 años y soy paciente de cáncer: voy de prisa, pero con cautela. Me retiré hace año y medio y completé otra novela y he escrito otras dos, además de El Vuelo. Sólo te quiero dar noticias sobre una de ellas que me ha tomado más de 15 años escribir y que trata del caso infame del Dr. Cornelius Rhoads, médico que declaró haber asesinado 8 pacientes y de haberles inyectado células cancerosas a otros 8 pacientes, cuando practicó en el hospital Presbiterano del Condado en 1931. Estoy en proceso de revisarla y trataré de publicarla lo antes posible. Trataré de que no compita con El Vuelo. Por ahora lleva el título La Muerte se Viste de Blanco y es un “thriller” que también incursiona en el tema del mal uso de sujetos humanos para la experimentación médica. También necesitó una gran investigación histórica y la dedicación de muchas, muchas horas de lectura y estudio. Pienso que junto al Chevy Azul, El Vuelo y La Muerte, forman una especie de trilogía puertorriqueña que cubre desde los años 30 hasta los 60. Las otras dos novelas, que están básicamente terminadas, son de mi total invención. Ya hablaremos de ellas a su debido tiempo.

  

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