Juan Manuel Avellaneda
Hoy he vuelto a soñar con el trabajo.
No es en absoluto simbólico: si sueño con el trabajo las circunstancias del sueño son tan concretas que no descanso. Trabajo mientras duermo soñando con el trabajo.
Se hace contradictorio porque cuando no tengo trabajo sueño con que trabajo y, en lugar de descansar, trabaja mi culpa. ¿Por qué lo habré dejado? ¿No hubiese podido aguantar un tiempo más?
Y cuando tengo trabajo y no puedo realizarme, cuando el trabajo me trae más frustraciones y angustias que logros y metas alcanzadas sueño con que sigo trabajando como si mis energías no hubiesen bastado.
Y hoy he vuelto a soñar con el trabajo. Porque no me basta.
Como cuando no puedo.
Como cuando no tengo.
Como cuando me culpo por no tener o por no poder.
Alguien se ha encargado de convencerme durante años de que, más allá de lo que haga, mi esfuerzo, administrado por los demás, sufrirá de arbitrariedad. Y de que eso es normal pues de ninguna manera se compara trabajar para triunfar que hacerlo por no ser un fracasado. Talento era una moneda y hoy no sé cuál es el precio de mi sacrificio. Hoy he vuelto a soñarme con las manos vacías.
No basta el talento.
No bastan las ganas.
Ni siquiera la aprobación de los que saben cuando quienes administran no saben.
De todos modos, cuando uno no es potente para cerrar las cuentas propias, debe dejar la administración en manos de los que pueden, aún cuando no sepan.
Hubo un tiempo en que la medida de la honestidad era un sueño tranquilo.
Hoy duermen tranquilos sólo los que pueden. Aunque no tengan talento ni ganas ni honestidad ni saber, administran la paz y el talento ajenos: se sirven de él para disimular sus carencias.
Y los carecientes somos el resto.
Los que soñamos con el trabajo si el trabajo es insuficiente o indigno y los llamados indignos que no pueden conseguir trabajo y también tienen pesadillas porque no saben vivir de otro modo, porque nacieron para producir y no saben medrar.
Hoy tuve el sueño intranquilo de un perro abandonado que sólo aprendió a ladrar furiosamente y que antes, al menos, soñaba con que algun amigo le tendiera el calor de una caricia cariñosa. Perro al que, a pesar de no haber mordido ninguna mano, han dejado aislado porque sus ruidosos ladridos sólo sirven de alerta.
Le han condenado a esperar que alguien se acuerde de acercar un trozo de comida... de lejos.
Yo también duermo con un ojo abierto cuando sueño que trabajo.
Hasta que la falta de cuidado de quienes creen que vivo de sus sobras me haga cruzar atolondrado una calle.
Pensando que de algo servirá ese gesto.
Y el talento, la obstinación y la conciencia queden reducidos a una pura materia hecha añicos. Tanto ladrido de alerta desperdiciado...
Desde hoy seré más generoso con los perros que, como yo, no tienen dueño: mis hermanos cuyos sueños, como los míos, nada reparan.-