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29 de Enero, 2012 · General

Tomás Segovia, de lo inmortal

 

Manuel García Verdecia

 

 

La llamada fue precisa como un corte cirujano. Había muerto en México Tomás Segovia. Me quedé helado, farfullando obscenidades contra el destino. Era un justo, un iluminado y por si fuera poco un poeta esencial. Se cortaba una amistad que habíamos labrado en una correspondencia afectuosa de años, desde que lo conociera en México en 2006. Nos conectaban intereses seminales: la poesía, la traducción, los devaneos de la política y el destino del hombre en el mundo contemporáneo, asuntos estos que había analizado puntual e inquietantemente en sus ensayos. La infausta noticia me convoca a publicar las notas que siguen, las cuales formarían el prólogo a una selección de su poesía que elaboré con él y que aún aguarda ver la luz.

 

La vida, que siempre ordena las cosas con su misterioso proceder, quiso que en 2006 fuera yo invitado al Encuentro Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer, en Villahermosa, Tabasco. Allí, entre otros poetas cardinales, conocí al autor valenciano de origen. La aproximación fue como casual, aunque no lo era pues ya lo observaba de lejos, sobre todo porque acababa de recibir el Premio Juan Rulfo y porque, además, siempre se hacía acompañar de la bella y excelente poeta María Baranda. Charlamos sobre trivialidades en el ómnibus que nos conducía a los lugares de lectura. Para colmo de goces, los organizadores me habían planificado leer junto a él en predios de la Universidad Olmeca. Al final tuvo palabras estimulantes para mí, insinuando que su poesía no había impactado. Lo animé. –Maestro, le dije, es que yo fui pícaro y leí cosas menores y usted leyó poesía de verdad. Su sonrisa selló la relación.

 

Había pensado, por todas las menciones que se hacía a su obra, por autores como Octavio Paz, que sería alguien impermeable a los afectos y hermético al diálogo. Todo lo  opuesto. Me encontré con un señor más bien tímido, que esquivaba oportunamente la alharaca de la vida literaria. Accedía solo a conversar en pequeños grupos, dos o tres personas, con palabra escueta, casi medida. Alguno confundió su actitud con orgullo. No me dejé sofocar por una valoración externa que me encallara en algún prejuicio. Me le acerqué para decirle que me había gustado lo que leyó. Después siempre traté de encontrarlo y hablarle. Nada teje más lazos que la abierta y decidida intención de amistad, cuando obviamente no la mueven otros intereses que la simpatía. De manera que una mañana tuve la sorpresa de ver acercarse a Tomás con tres de sus libros dedicados para mí.

 

Luego del Encuentro, proseguimos la relación por correo electrónico. Así, infrecuente pero persistentemente, hemos estado estos años en contacto fiel. Hemos hablado principalmente de la vida y de las circunstancias horripilantes que han ido creciendo en estos años. Y por supuesto de su obra. Quise contribuir a que el lector prójimo tuviera acceso a algunas voces que no se escuchan como debe ser. Logré que Ediciones Holguín me permitiera reunir una muestra de destacados poetas iberoamericanos poco conocidos en Cuba. Recabé la autorización de los poetas que pensé podían integrar esa muestra. Todos, sin hesitación alguna, accedieron a la idea. Aquella muestra estaba enmarcada, como un paréntesis guardián, por dos polos altísimos: el vivísimo poeta brasileño Ledo Ivo y el poeta hispano-mexicano Tomás Segovia.

Específicamente este, al responder a mis requerimientos para poder publicar sus textos me contestó: «Por supuesto puede usted publicar todo lo mío que quiera. La “propiedad intelectual” siempre me ha parecido una aberración, y he escrito más de un ensayo sobre eso.» Estas palabras suyas ya apuntan al sentido de su ética. Fue así que pudo salir el tomito, Más que el leopardo, que es sobre todo un acto de solidaridad poética.

En el prologuillo al libro dije de Segovia:

«Tomás Segovia es poeta esencial. Sus textos van desasidos de historia y circunstancias inmediatas, ya que “bajo ese espesor vamos siempre desnudos”, es ese cuerpo a piel limpia el que trata de reflejar el poeta. Hábil en animar los más sutiles pensamientos y estados de ánimo, los asume y expresa como seres con vida propia con los cuales dialoga. La palabra pulida, pulcramente colocada como piedra inca, sirve para establecer el universo de lo bello. Las estaciones, la lluvia, el cielo, los ocasos, el viaje, “el inmortal deseo de vivir”, son asuntos circulantes. Los elementos de la naturaleza entran en comunión pero no como en el caso de los románticos, como reflejos especulares del temperamento del poeta, sino anexándoles estados anímicos propios. La belleza es una realidad y tiene su vida propia. El poeta, en estado whitmaniano, se siente su parigual y conversa. La materialización de ese rapport es el poema.»

 

Tomás es un hombre –no puedo hablar de él en pasado– sin ínfulas de poeta. Primero que todo porque es un poeta. Y también porque sabe que sus tratos son con algo más trascedente y enriquecedor, el misterioso acontecer de la existencia. En un mensaje me decía, «Yo siempre sentí que yo no jugaba en la cancha de “los poetas”, las “grandes figuras” y los “consagrados”. Siempre he sido un señor particular que hace versos en los cafés…» Y es así porque, para este señor que un poco necesita el ruido del café para escribir –que es como decir sentir la vida trajinando –, la poesía viene a ser como una adivinación, un encuentro con algo más allá de definición o apresamiento lógico. Es así que en el aire, las horas, los objetos, los cuerpos, el clima, las presencias que nos envuelven y acogen todos los días, una y otra vez sin reposo, el poeta se asoma y busca lo que alimenta, sostiene y dignifica todo.

 

De aquí que ame las claridades, no solo en la expresión sino en el ámbito adonde alza a sus ojos. Al leer sus textos, notamos que asiduamente se refiere a lo cristalino, lo límpido, lo desnudamente frío. Es consciente de que la claridad es siempre engañosa, lleva más sustancia de cuanto creemos. Toda transparencia encubre algo inefable. No se necesita lo caótico y oscuro para cruzar arduos dilemas y enigmas. La propia claridad es paridora de ellos. Así queda evidenciado en un breve poema (“En vida mía”). Primero describe el ambiente donde se halla: «Este límpido frío vivo/Esta luz blanca y centelleante/Y este leve orden claro». Luego precisa cómo, en ese espacio de nitidez, percibe el estímulo de vivir, ya que allí: «Se rebulle desierta la de siempre/ La dichosa emoción engatusada». Al fin, los misterios latentes en la transparencia pueden ser más incitantes, pues se ocultan en su propia visibilidad.

 

 Y esta claridad por supuesto que se transfiere al texto, a su escritura. Una cualidad persistentemente franca en la poesía de Tomás Segovia es su legibilidad. Las vanguardias y la posmodernidad bien se sabe han convertido muchos de los textos poéticos en verdaderos acertijos cuando no en códigos cifrados, distantes galácticamente de una lectura sin ayuda metatextual. El acto de leer ha devenido un descifrar. Por el contrario, Tomás prefiere la palabra precisa, desnuda, y debidamente estructurada, de imágenes justas y sin excesos metafóricos. No juega a enturbiar sus hallazgos con fanfarronerías líricas ni mucho menos con enmascaramientos simbólicos. La suya surge de la voz que se esfuerza por apresar y transferir, lo mejor posible, eso que se da en el silencio y que es huidizo a toda fijación definitiva. Sabe que cuando se tramita con algo verdaderamente hondo y esencial, ya esto en su médula porta su enigmática ambigüedad y distancia conferidas por el vértigo complejísimo de la vida.  A él se podría aplicar una frase tomada de En la belleza ajena en la cual el poeta polaco Adam Zagajwezki enuncia: «Los buenos poetas envuelven lo desconocido en lo conocido. Los malos dan en la superficie lo desconocido.» No resulta fortuito que el poeta se considere distante de toda invención, se perciba mejor como un traductor –oficio que, además, ejerce con excelencia. Es alguien que halla un texto en las difusas claridades del universo y lo reescribe en otro lenguaje para volverlo legible a sus coetáneos.

 

Hay una pieza que constituye toda una detallada y puntual confesión de su personal modo de concebir el poema. Me refiero a “Ceremonial del moroso”. Aquí declara esa morosidad que se enreda en el silencio, en el acto de descubrir, de paladear el sentido en su forma aún no anunciada, antes de convertirlo en palabra. Sabiendo del peligro que conlleva toda palabra pues, una vez articulada, cristaliza y, por esto, engaña ya que reduce las aristas de sentido. El poeta duda al articular porque sabe de su responsabilidad en hallar la voz más flexible para fijar algo fluyente y mutante. Es la paradoja del poema: decir lo indecible, concretar lo intangible. Decir sin congelar mortalmente. Como dice: «Es la impaciencia del decir/ La que silencia todo en torno suyo». Se refiere al apremio de los torpes enunciadores por tener palabra antes de tener sentido. Es un poeta lógico mejor que locuaz. Se cuida de proferir palabra, de apresar en verbo y, cuando lo hace, lo asiste la pulcritud que bebe del mundo, de ese inefable que tira de su voz. Y esa pulcritud va asistida por cierta latitud de viveza, de respiración y movilidad. «Nada he nombrado en nombre del nombrar/ Sino ceremonialmente en nombre del llamado». El llamado, esa convocatoria de lo vital, desde donde crece todo sentido y toda magnitud de importancia. Es así que de este respetuoso y admirado acercamiento alcanza lo cristalino de su escritura.

 

El deseo es un elemento central en la poesía de Tomás Segovia. El deseo entrevisto como un valor humano. El poeta ha declarado: «El hombre es obra del deseo». No lo concibe como una mera ansia de satisfacer oscuros impulsos ventrales  en lo inmediato. Entrevé el deseo como el impulso del ser a complementarse siempre en un más allá. Surte de la aspiración de conquistas en la naturaleza y el sueño. Germinan en la infatigable inquietud por sobrepasarse, bien sea en el yo, en el cuerpo otro, en el entorno circundante, o en los espacios intergalácticos. En el deseo ve el poeta la fuerza que nos catapulta a la búsqueda y la insistencia en un rumbo de vida. «Sólo el deseo sabe tender el arco/Y sólo volverán a silbar tus venablos/ Si aún sigue palpitando en ti tu Ítaca». El hombre es en el mundo, según el poeta, por ese pálpito que tira de él y lo hace enfrentar contingencias y vencer obstáculos, pues es esa nostalgia de lo posible inconseguido lo que alimenta la vida. «Luchamos siempre así justificados/ Con todo lo inmortal que ulula afuera/ Y que el vivo deseo de nuestra vida misma/ Sostendrá siempre en vida». De cierta manera ser poeta es dar cuerpo y voz al deseo, a ese anhelo de apresar las formas de lo inefable.

 

Es la suya una poética de la sensibilidad sutilizada por la inteligencia. Poesía de ideas sensibles. Imágenes traslúcidas (¿tras lo lúcido?). Al leer sus textos nos percatamos de que la elegancia y el ritmo del discurso no dejan de reflejar un razonar. Sus imágenes son superlativamente lógicas antes que visuales, táctiles u otras. Se sabe que la palabra ya es en sí imagen, al potenciarla en su acontecer con otras para dar cuerpo a un pensamiento, ascienden al fulgor metafísico: «Hemos subido aquí a callarnos/ Más cerca de las nubes pálidas/ Y de su manso frío/ Plantados en la loma solitaria/ Reconfortados frugalmente/ En una escueta solidaridad/ De fuertes matas serias/ Y de vastas espaldas de grandes rocas francas/ Nos asomamos desde todos los niveles/ De los tiempos vividos y soñados/ A la inmensa llanura acostada en el fondo/ Del gran silencio de los mundos». Poesía alejada de patetismo, de cualquier manifestación de sentimiento externa y fácil, constantemente apela a lo más fino de nuestra capacidad intelectiva para el paladeo de lo ofrecido. Dominada de una lógica invernal, es decir de pulidas claridades puras, espaciosamente razonadas, no es ardua por la forma de decir sino por el constante referirse a un más allá indefinido y escurridizo a nuestras percepciones, un distante destello que abre mundos tras la cercana claridad del aire.

 

El tiempo es un elemento consustancial de tu poesía. No es solo las coordenadas de pasado, presente, futuro. Es su esparcido y reiterado ser. Tiempo que es  un espacio inabarcable. Tal vez por eso su iterativa referencia a las estaciones. A lo largo de su poesía, como ellas mismas en su circular, se repiten poemas a estos ciclos temporales. Hay una cierta noción de un tiempo esencial e incambiable, un tiempo genitor, anterior y fuera de cualquier temporalidad. Tiempo que es un espacio inacabable e inmutable a pesar de todo el afán que en él rebulle cíclicamente. «El tiempo se ha evadido/ Sólo para rondar su casa/ En su paseo ensimismado/ Cada etapa nos vuelve siempre a ella/ Por fin tranquila y lejos/ Para ser ella misma/ Ausente en nuestra bella distracción/ Y fuera de propósito cada vez encontrada.» Un tiempo que aunque se mueve queda ileso, siempre el mismo, como a la espera del suceder. «Acabo de estar horas o edades o minutos/ Tratando de entender quién era un pino/ Ante el cual me senté sabiendo con certeza/ Que me había esperado allí toda la vida».

 

Tal vez relacionado con esto hay una actitud nada definitiva. No se aposenta en un término categórico. Más bien lo definitivo es la ambigüedad o, mejor, lo paradójico. Constantemente la dicotomía se resuelve en paradoja. Así, en la presencia de la belleza que se explaya en lo natural, el poeta se pregunta cómo hacer para ser en ella y no perderla. Entonces se responde: «Sin querer otra cosa que querernos más/ Pero pidiendo siempre/ Pidiendo sin descanso aquello que es ya nuestro». ¿Cómo pedir lo que ya pertenece? Misterio de las cosas que nos rebasan y no se aquietan. Es nuestro por cercanía pero no en su infinitud. Pedir no para poseer sino para no dejar de alabar. Igual sucede en la presencia de las transparentes alturas inalcanzables. Allí se ve un ave que se mueve como sin moverse. Encuentra la voz poética un símil de nuestro discurrir por la existencia: «así es como avanzamos/ Siempre tan cerca del deslumbramiento/ Sabiendo que jamás será avanzando / Como lo alcanzaremos». Avanzando no se avanza en ese tiempo-espacio insondable. Es con otro tipo de travesía, otra forma de penetración. El mundo es entendible porque no es entendible, alcanzable por inalcanzable, efímero por intemporal. La condición del ser es su dialéctica paradojal.

 

Esa magnitud inmutable e inacabable del tiempo se asocia con la constante permanencia de la vastedad espacial y sus elementos. Su poesía siempre está en comunicación con el entorno natural. La intemperie, el abierto, los montes y huertas, el cielo, las infinitas claridades espejean en su obra. Son la página en blanco donde se deletrea el poema de la existencia, las sensaciones que mueven los más complejos y hondos pensamientos. «No es que hable yo dentro de mí/ Es que la vida y yo con ella en su intemperie/ Hablamos fuera». El diálogo con la intemperie es una suerte de anagnórisis, de identificación con el resto de las cosas. No son estas para el poeta fríos e inermes objetos o dimensiones. Son criaturas que hablan, contestan, interrogan, informan, cuentan al poeta. Tal vez invirtiendo los términos del axioma poético de Fina García Marruz, en la suya encontramos con una búsqueda de la “intimidad de lo externo”. Así lo ve el poeta, «Los antiguos maestros nos mintieron/ No está en nuestro interior el interior/ Lo interior es la luz que no tenemos/ Sino que ella nos tiene si nos tiene.” Esto es consecuente con quien ha descubierto que “Siempre habrá más espacio que mirada».

 

Tal vez de esta convicción dimane la apelación abrumadoramente mayoritaria a un recurso que transmite esta suerte de panvitalismo. No resulta fortuito que sea la prosopopeya figura muy visible y reiterada en sus textos. El tiempo es otro ser que desconoce al curioso poeta: «Qué poco debe el tiempo/ Esperar ya de mí/ Para ya no pararse nunca/ A mirarme a los ojos». O el camino por donde se adentra este en los días se torna compañero de viaje: «A veces me parece mientras marcho/Que todo este camino recorrido/…/ Se pone también él calladamente en marcha/ Y que avanza a mi lado pero absorto en sus cosas». Y el verano se levanta como un niño remolón ante el poeta atento: «También el machacón verano duerme/ Y cuando empieza a clarear el cielo/ En su semiceguera neonata y pasmada/ Sobre su peso muerto corretea despierto». Esta continuidad hombre-intemperie es tal que en un momento el sujeto deviene también naturaleza: «Vamos la lluvia y yo por nuestro mundo/ También soy yo una lluvia/ Van lloviendo en la tierra mis miradas/ Que la empapan también y la fecundan». Hay aquí un dejo whitmaniano, ese ser que se eleva desde la brizna de hierba hasta el espacio cósmico como un componente fraterno más en solución de continuidad vital.

 

La poesía de Segovia es antidogmática sin dejar de tener credo, antisectaria sin rechazar tomar partido por la honestidad vital, sin moralina sin evadir lo ético,  acendrado en lo más sensible de lo humano. En el año 2000, su “Honrada advertencia”, nota con que presentaba los textos de Resistencia. Ensayos y notas 1997-2000, hacía explicito elementos de su convicción intelectual que se traslucen en su hacer poético. Allí clamaba con tono profético, «me parece que nos estamos acercando muchísimo a una crisis en la que va a ser inevitable revisar muchas ideas (…) Cada vez son más, y más coherentes, las dudas sobre el modelo de sociedad que hemos estado tratando de aplicar, y sobre todo, diría yo, sobre el modelo de ser humano que hemos dado por bueno (…) Mientras tanto sigo creyendo que un pensamiento que aspire a alguna lucidez y honradez no puede tomar otra forma que la de la resistencia». Una mirada a las noticias del mundo no hace más que confirmar subrayadamente los juicios del poeta.

Esas dos voces que invoca, lucidez y honradez, han sido norte y sur de su ser en la vida y la poesía. Por eso, su pensamiento apuntaba a una visión de alta valía humana que debía ganarse por la instrucción, por la obra de los verdaderos poetas y por la fuerza del espíritu. Así caracterizaba lo deseado: «un mundo donde los libros abunden más que los nintendos, una idea valga más que un gol, una gran obra de arte importe más que una gran fortuna, entender a otro dé más gusto que venderle algo, pensar satisfaga más que ganar, o incluso (colmo de los colmos) la justicia se enfrente a la riqueza». En acto y palabra resistió –vocablo al que apelaba – los embates del grosero consumismo y la estupidización generalizada en pos de aquella postura que lo sostuvo.

 

¿Qué más decir de este amigo y poeta de ley que ya se ha fundido con su amada luz? Los datos del autor, esas cifras triviales que gustan a periodistas y profesores, se encuentran en cualquier enciclopedia de las tantas que hay. Su mejor biografía está en su obra. Tal vez añadir que el poeta, que naciera en Valencia, el año en que se daba a conocer una importante generación de poetas, 1927, fue expulsado con espada llameante de la tierra de su nacimiento por los triunfadores de la Guerra Civil. Esto lo obligó a vivir entre dos mundos. De modo que la condición de exiliado, de autor entre dos ámbitos, no deja de espejear persistente en su poesía. Pero esa condición, pienso, que lo ha dotado con una singular percepción donde, sin dejar de ser un zoon politikon, ni renunciar a lidiar con lo que considera impropio e injusto, ha estado filiada, más que a un ala u otra de pensamiento, a una medianía fijada por su honradez y su simpatía por el hombre. Esto es fundamental en su obra y su persona. Su sensato, apasionado y definitivo humanismo. Lo demás es poesía donde todo él queda. | Manuel García Verdecia, Holguín, Cuba, 12 de noviembre de 2011.
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publicado por islanegra a las 08:04 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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